“…En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…” me decía mi abuela mientras hacía una cruz con sus dedos a la altura de mi frente. Aún recuerdo sus manos: las palmas tenían surcos y brillaban; eran firmes, su textura delataba la infinidad de años que pasó frente a ollas y cazuelas, expuestas a vapores, aceites calientes y aguas heladas. Pese a la edad, esas benditas manos seguían ahí, listas para mí, para bendecirme, cocinar o sujetarme con amor.
La casa de mi abuela fue un refugio para mis pensamientos y mis sueños, una especie de remanso para mi madre y para mí cuando la semana, finalmente, daba tregua al trabajo. En esos años, no usábamos mucho el carro, pues mi papá lo utilizaba para trabajar y mi mamá no sabía manejar, aunado a las dificultades económicas que toda familia clasemediera vivía. Por lo anterior, cruzar desde mi casa hasta el hogar de Chelito -mi ancestra-, era toda una odisea: “súbete al camión 1 y bájate en el centro; camina unas cuadras y espera camión 2; ¿va muy lento camión 2? ¿quieres llegar más rápido? ¡transborda y trépate a camión 3!; bájate del último camión y camina tres calles que incluyen un canal del desagüe y un puente chiquito”. Además, como si la dificultad logística no fuese suficiente, mi madre cargaba con mis juguetes, algún detalle o recaudo para su mamá y sus libros universitarios.
Los sábados, luego de la gran aventura en el transporte público, tocábamos enérgicamente el portón de Chelito y ella salía con su mandil o su chaleco rojo -ya color ladrillo, por el desgaste-; una vez adentro, inmediatamente me dirigía a su refrigerador donde siempre, indudablemente, había un poco de queso y un postre que mi abuela había anticipado para mí. ¡Vete por pan! decía mi mamá y yo, ya un poco más grande, le daba la vuelta a la calle donde vendían el que nos gustaba. De regreso, y luego de comer, mi abuela sacaba artesanías o telas finas que había traído de Michoacán, Veracruz, Querétaro, San Luis Potosí, etc. Amaba viajar y dedicó su vejez a ello, revendiendo mercancía típica de los lugares que visitaba. Estoy seguro que si existiera una fragancia con aroma “a México” sería justamente el de esa casa.
Años más tarde mi abuela murió, dejando un hueco que, hasta la fecha, no he podido llenar. Dicen que hasta que te conviertes en papá, aprendes a ser hijo; y que cuando te vueles abuelo, aprendes a ser papá. Ahora mi madre es la Chelito de mi hija. Esta nieta, a diferencia mía, recibió cuatro abuelos hermosos que la escuchan, la miman, la aconsejan y la abrazan. Aunque están lejos geográficamente, se han hecho presentes de todas las formas posibles, de tal modo que mi hija les tiene grabados en su memoria. No hay momento del año en el que no figuren, no se sientan, o no nos conmuevan hasta el tuétano. Ella los disfruta. Nosotros los agradecemos. Yo, al menos con mis padres, aprendí a ser hijo y a entenderlos, a amarlos profunda e incondicionalmente. Ellos, conmigo, luego de llegarles la nieta, se han perfeccionado, aún más, en el bello arte de ser mis papás.
Los abuelos son como los álamos, se ven majestuosos a los ojos de sus nietos. Su tronco se llena de arrugas que revelan que el tiempo sí pasó sobre ellos. Sus hojas se vuelven amarillas en otoño y su esplendor es igual de radiante que durante la primavera. Su madera es tan valiosa que incluso Leonardo Da Vinci pintó la Mona Lisa en una tabla de álamo, pues el paso de los años, como en la sabiduría de nuestros viejos, sólo la fortalece.
No dejemos que sólo el 28 de agosto se recuerde a los abuelos. Veamos por ellos. Defendamos sus derechos y recordemos que: “El juguete más simple del que se puede disfrutar se llama abuelo”.
Voy y vengo