Conozco la obra de Armandino Pruneda Sainz desde hace muchos años, desde que en su ya emblemático local de enmarcado en la ciudad de Chihuahua (Dalí, ¡no podría llamarse de otra manera!) nos sugería a Susana y a mí las mejores opciones para vestir nuestro no muy copioso pero sí entrañable acervo plástico. Siempre me han sorprendido su celeridad de pensamiento, su cultura abierta a otros mundos y latitudes, su particular sensibilidad para entender los agobios de un mundo en permanente crisis y enganchar su obra plástica con esos temas que por su peso específico resultan ineludibles.
Un artista siempre inquieto y propositivo, incansable en su búsqueda de nuevas vías de expresión más acordes a su personalidad y su talento explosivos, tras la búsqueda de una poética regida por una prolija consistencia formal y el impulso sin freno de una imaginación ampulosa, hace honor a una herencia que en el oficio y la maestría de su padre (don Armandino Pruneda Muñoz, creador de un invaluable y ya emblemático legado de Quijotes) le transmitió el amor y el respeto por el espacio plástico como universo inagotable de hallazgos y de posibilidades estéticas. Bien anuncia la sabiduría popular que “lo que se mama, no se hurta”, y este es otro ejemplo fehaciente de una vocación transferida por franca vía genética, reforzada en este caso específico por una no menos singular facultad del maestro para aleccionar generosamente a su destinado vástago de sangre y transmitirle los conocimientos de un quehacer tan celoso como exigente. “Infancia es destino”, nos enseñó Sigmund Freud.
Creador cuyo discurso elocuente y conmovedor está regido por la indagación o más bien el encuentro de tropos o figuras retóricas conectados con la vida que palpita y se extingue, cual llama del pebetero sagrado que enciende nuestras entrañas a flor de piel, mucho me conmovió por ejemplo su extraordinaria serie ––con obras en diferentes técnicas y formatos–– inspirada en la figura y el espíritu del Ave Fénix que desde sus orígenes mitológicos condensa la inquebrantable voluntad humana por resurgir de sus cenizas y emprender nuevos y más fructíferos vuelos, por volverse a levantar después de cada caída que le propicia el destino. El arte todo nos ha mostrado ejemplos fidedignos de que la creatividad misma, en su natural esencia catártica, constituye un continuo renacer de las cenizas, un reencuentro inusitado del Yo que emerge todavía palpitante y refortalecido.
Otras producciones posteriores de este artista inquieto y en permanente búsqueda constatan su vocación indómita, varias de ellas con guiños admirables y gozosos a periodos y artistas que se erigen como homenajes declarados, recreaciones o relecturas de universos y mundos creativos presentes desde sus años de formación y que tras el paso de los años se han venido fortaleciendo. El Clasicismo, el Barroco, el Renacimiento, artistas de la modernidad y contemporáneos alimentan estas distintas variaciones, incluida su no menos personal iconografía quijotesca como sentido tributo a su más cercano y entrañable maestro. Hay en este creciente tránsito de reconfirmación estética incluso referencias a diferentes signos y símbolos de la de por sí tan rica y diversa cultura prehispánica mexicana, sin dejar de considerar por supuesto referencias del pasado chihuahuense. Así aparece en su celebrada muestra Realidades, por ejemplo, su tan personal como elocuente representación de Quetzalcóatl, nuestro dios por antonomasia de la lluvia, de la luz, de la vida, de la fertilidad, del conocimiento y de los vientos, en cuanto representación del movimiento y la transición como identidad compartida de Mesoamérica.