Es la noche del jueves 10 de mayo de 1990 en el Palacio de Bellas Artes, y aunque ya pasan de las once, el termómetro marca los 19 grados centígrados en el Distrito Federal. El escenario está dispuesto para la celebración del día de las madres, y no ha quedado una sola butaca libre. La música —tan variada como ecléctica— abre con los violines de la orquesta y del mariachi, que son acompañados de un enjundioso rasgueo de guitarras. A los pocos segundos, un hombre -con sombrero norteño- se integra con el suave sonido de un acordeón. Al frente de éstos, se encuentra un hombre adulto que viste un ajuar dorado con negro, sus lentejuelas hacen deslumbrar nuestra mirada: es Alberto Aguilera Valadez, “Juan Gabriel”, quien ahora tiene cuarenta años y que está a punto de ofrecer, una de las interpretaciones más icónicas de su carrera.
“Quiero dedicar esta canción con mucho amor y respeto…a todas las mamás que esta noche me han venido a visitar…sobretodo a aquellas que están más lejos de mí”, dice, mientras les apunta con la mano —como si las tuviera de frente— con la ternura de un ser humano que debió crecer asimilando la distancia física y emocional de su propia madre. En los primeros minutos, el dolor se siente y se materializa en el ambiente: es “Amor Eterno”. Ahora nos parece que la orquesta y el mariachi se han quedado cortos ante la interpretación del ídolo de Juárez. “Pero tarde o temprano, yo voy a estar contigo, para seguir amándonos…” entona mientras voltea hacia el cielo, como si estuviese viendo de cerca a Victoria, ahora la audiencia ha estallado en aplausos.
Justo en ese momento ha comenzado la sinergia entre el artista y su público: “Oscura soledad estoy viendo yo”, canta mientras se oscurece todo el auditorio, ahora solo una luz ultravioleta ilumina el rostro de Alberto, “la misma soledad de tu sepulcro, mamá”, dice mientras pareciera buscarla en uno o en otro lado. Las luces han vuelto, solo para descubrir que el respetable se ha vuelto uno con Juan Gabriel. “Pero como, quisiera…”, canta, mientras el público le responde, a una sola voz: “…que tú vivieras”. JuanGa parpadea, agarra un poco de aire, y después ocurre otro parpadeo nervioso, todavía no termina de creer lo que está pasando, cuando pide a sus músicos que bajen el volumen de sus instrumentos, la audiencia canta de manera tan clara, que pareciera que hubiesen ensayado durante semanas.
Han pasado ya treinta y dos años desde que Alberto cantó en el Festival del Día de las Madres en el Tribunal para Menores. “Nuestro Gran Amor” —canción que le había enseñado Juanito— interpretada a capela, sorprendió a la audiencia y al propio alcalde René Mascareñas, que había sido el invitado de honor. ¿Qué quieres muchacho? le preguntó el funcionario, “una radio”, le contestó el pequeño Alberto emocionado.
Continuemos imaginando la escena de su llegada a la casa de la señora Romero: han pasado ya la Plaza de Toros, y ahora escuchan el ring ring de una máquina de Tranvía que dice “JUÁREZ-EL PASO”. Victoria camina al frente de la familia, no sabe lo que les espera, pero intenta hacerse la fuerte. Siguen caminando con rumbo hacia el norte y ahora giran hacia la derecha en la calle Inocente Ochoa. “¿Vieron la montaña?, pregunta Miguel mientras se tropieza justo unos metros antes de la vivienda, mientras se incorpora solo para ver que ha sido una tapa del servicio de agua que no estaba bien puesta: “SERVICIO DE AGUA DE C. JUAREZ 1928-1929”. Continuará…
Maestro en Periodismo. Promotor cultural e investigador de la Red Binacional de Estudios Históricos de Juárez-El Paso
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