9-mayo- 2023
Ernesto Visconti Elizalde
“Es la madre una heroína, que nos fortalece el alma; de toda inquietud…la calma; de nuestro amor…la hornacina”.
Mi madre fue mi mayor heroína; Ma. del Carmen Elizalde Figueroa nació el 11 de diciembre de 1920, en los “Altos de Zacatecas”, en un pueblito llamado “Atolinga”; y moriría el 12 de diciembre de 2010, a la edad de 90 años, un día, en esta capital.
Aparte de una mujer muy bella, fue una mujer muy sensible; amante de las bellas artes, poetisa y declamadora, que me enseñó el gusto por la poesía y el respeto por la vida de todos los seres; pero sobre todo, fue una mujer valiente y de ello me dio muestras.
Tenía su servidor nueve años de edad, cuando mi madre organizó en compañía de una prima hermana –diez o quince años menor que ella, Antonia Gavilanes Figueroa, una de sus primas con quien se había criado en la misma casa y pueblo; las que se consideraban hermanas- para una visita a su terruño; lugar que no visitaba hacía dos lustros.
Con muchas maletas llenas de ropa y obsequios, viajamos los tres, en ómnibus a Zacatecas; y de ahí, al pueblo de Tlaltenango, situado a unos veinte kilómetros de Atolinga, con diferencia de altura, pues para llegar a este último hay que ascender una sierra y un monte como piloncillo, que tiene un camino que serpentea en derredor de él, hasta la cima; camino entonces de terracería; y había que hacerlo a lomo de bestia. Así las cosas y en tres caballos y tres burros cargados con maletas, y acompañados y guiados por un arriero de mediana complexión; huaraches, sombrero de ala ancha, fuete en mano y presencia recia; y que además, hacía la jornada a pie; empezamos a subir las faldas de aquella sierra. Era mi primera vez a caballo y me sentía más que inseguro, asustado; aunque me iba acostumbrando a mi cabalgadura. Debíamos estar a la mitad del ascenso, cuando de pronto en un recodo superior que podíamos ver, dos jinetes a toda velocidad y agitando reatas en el aire, perseguían un gran toro pinto, que les llevaba una considerable ventaja y que venía a toda velocidad directo a nosotros, mientras gritaban: ¡Cuidado, que es un toro bravo! Mi madre se adelantó a Toña y a mí, y atravesó su caballo a mitad del camino –que no debía tener más de tres metros de ancho- para recibir en su cabalgadura la embestida de aquel animal. El que se detuvo de pronto frente a su cabalgadura, bufando y arrojando espumarajos por el hocico, mientras la nariz le sangraba; sin duda había zafado la argolla nariguera que les ponen para dominarlos. Los segundos se hicieron eternos; para de pronto…ver cómo nuestro arriero de un salto, se puso frente al animal que dudaba en acometer, iniciando a darle fuetazos en la cara, lo hacía a una gran velocidad y con decidida firmeza; el animal inició a recular buscando el talud superior del camino para empezar, a saltos, a trepar por él. Los vaqueros lo siguieron uno por el talud y el otro por el camino; el peligro estaba conjurado. Fueron preeminentes el valor de mi madre y el del arriero. Días más tarde, yendo al pueblo de Temastián, mi madre me cruzaría en un gran río crecido por las lluvias, montada a caballo, mientras yo en ancas, me sujetaba de los tientos.