/ viernes 26 de abril de 2024

Cosa de niños

Ya sé. Tengo una deuda contigo, querida lectora, querido lector. La semana pasada abrí una página a las relaciones exteriores mexicanas que debo cerrar con formalidad y franqueza; sin embargo, mi niño interior me ha entregado un memorándum para que hable en su nombre y festeje su día a través de esta columna.

Mucho más allá de mi ventana, las nubes de la mañana son una flor que le ha nacido a un tren… se escuchaba en el estéreo Scott de casa de mis padres. La voz de Silvio Rodríguez, inconfundible, anunciaba que el sábado arrancaba. Mi madre, cual torbellino implacable, movía ollas y platos en la cocina; el sonido, entremezclado con la música y el olor del sartén caliente -juntando manteca, tortillas y salsa-, se adherían a un mundo que mis sentidos reconocían perfectamente y que hacía brincar de la cama y empezar a vivir. Como niño, bajar las escaleras forradas de madera -con su respectivo crujir- y contemplar las luces de las ventanas abiertas del comedor y la sala, eran signo inequívoco de que mi mamá estaría ahí, lavando, tallando con Ajax amonia las superficies más latosas, echándole agua a las plantas, limpiando vidrios con periódicos viejos y vinagre. Su ímpetu, mezclado con el sabroso desayuno que simultáneamente había preparado, nutrían mi alma de niño y mi cuerpo.

-Desayuna para que barras la escalera- decía mi jefa, mientras yo les hincaba el diente a unas suculentas tortillas fritas con manteca, coronadas con dos huevos estrellados y salsa verde con crema. -Si mamá, me apuro-. Entonces, el comedor, con platos y vasos recién lavados, reservaba un pedacito, con mi mantel, para que sentado “como Dios mandaba” pudiera comer y así comenzar con el trabajo hogareño que, años después, compartí con mi hermanita.

El sábado, luego de convertirme en secuaz de mi madre en el asalto a la mugre, mi papá -quien posiblemente andaba desvelado de tanto trabajo o se había puesto a reparar algo en la casa-, definía con nosotros la salida vespertina: ¿a dónde vamos? ¿qué pendientes había?, decía. Si mi padre no estaba -y a veces, aun estando- terminábamos en casa de mi abuela materna, donde un pedazo de queso y un postre me esperaban dentro de su refrigerador, siempre.

Durante mi infancia, las tardes entre semana integraban diversas actividades, dependiendo la estación del año. Estuve, según el mes, en clases de futbol, de canto, de natación y de piano; también fui a muchos cursos de verano. Cuando no estaba en clases vespertinas, hacía tarea y luego jugaba en la privada donde vivía con mi familia. Había muchos niños ahí y aprendí muchas cosas de ellos; tal vez, lo más extremo, fue entender que no todos vivíamos la misma realidad, pese a ser vecinos: había hijos de mamás solteras, niños criados por abuelos, amigos golpeados por sus padres. Mi historia, mi casa, era la que me gustaba y no la habría cambiado por ninguna de las demás.

Cuando abril se aproximaba, se sentía un no sé qué que qué sé yo. Me gustaba mucho el día del niño porque la televisión y el radio se encargaban de empoderarnos y hacernos creer que, en esa fecha y nada más, el mundo se bajaba a nuestro nivel para divertirse un poquito, y reír, y olvidar el trabajo, las broncas, la disciplina y los negocios.

Querida lectora, querido lector, te invito a recordar los olores, sabores, sonidos, colores y rostros de tu infancia ¿cómo eran? También, te pido me ayudes a llenar de música bella, voces amables, rostros misericordiosos, olor a flores y sabores de hogar, la mente de los niños que hoy, cerca de ti, viven imaginando que el 30 de abril el mundo se acordará, esta vez sí, de ellos. Que sea todo el año. Que sean todos nuestros hijos.

Voy y vengo.


Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc


Ya sé. Tengo una deuda contigo, querida lectora, querido lector. La semana pasada abrí una página a las relaciones exteriores mexicanas que debo cerrar con formalidad y franqueza; sin embargo, mi niño interior me ha entregado un memorándum para que hable en su nombre y festeje su día a través de esta columna.

Mucho más allá de mi ventana, las nubes de la mañana son una flor que le ha nacido a un tren… se escuchaba en el estéreo Scott de casa de mis padres. La voz de Silvio Rodríguez, inconfundible, anunciaba que el sábado arrancaba. Mi madre, cual torbellino implacable, movía ollas y platos en la cocina; el sonido, entremezclado con la música y el olor del sartén caliente -juntando manteca, tortillas y salsa-, se adherían a un mundo que mis sentidos reconocían perfectamente y que hacía brincar de la cama y empezar a vivir. Como niño, bajar las escaleras forradas de madera -con su respectivo crujir- y contemplar las luces de las ventanas abiertas del comedor y la sala, eran signo inequívoco de que mi mamá estaría ahí, lavando, tallando con Ajax amonia las superficies más latosas, echándole agua a las plantas, limpiando vidrios con periódicos viejos y vinagre. Su ímpetu, mezclado con el sabroso desayuno que simultáneamente había preparado, nutrían mi alma de niño y mi cuerpo.

-Desayuna para que barras la escalera- decía mi jefa, mientras yo les hincaba el diente a unas suculentas tortillas fritas con manteca, coronadas con dos huevos estrellados y salsa verde con crema. -Si mamá, me apuro-. Entonces, el comedor, con platos y vasos recién lavados, reservaba un pedacito, con mi mantel, para que sentado “como Dios mandaba” pudiera comer y así comenzar con el trabajo hogareño que, años después, compartí con mi hermanita.

El sábado, luego de convertirme en secuaz de mi madre en el asalto a la mugre, mi papá -quien posiblemente andaba desvelado de tanto trabajo o se había puesto a reparar algo en la casa-, definía con nosotros la salida vespertina: ¿a dónde vamos? ¿qué pendientes había?, decía. Si mi padre no estaba -y a veces, aun estando- terminábamos en casa de mi abuela materna, donde un pedazo de queso y un postre me esperaban dentro de su refrigerador, siempre.

Durante mi infancia, las tardes entre semana integraban diversas actividades, dependiendo la estación del año. Estuve, según el mes, en clases de futbol, de canto, de natación y de piano; también fui a muchos cursos de verano. Cuando no estaba en clases vespertinas, hacía tarea y luego jugaba en la privada donde vivía con mi familia. Había muchos niños ahí y aprendí muchas cosas de ellos; tal vez, lo más extremo, fue entender que no todos vivíamos la misma realidad, pese a ser vecinos: había hijos de mamás solteras, niños criados por abuelos, amigos golpeados por sus padres. Mi historia, mi casa, era la que me gustaba y no la habría cambiado por ninguna de las demás.

Cuando abril se aproximaba, se sentía un no sé qué que qué sé yo. Me gustaba mucho el día del niño porque la televisión y el radio se encargaban de empoderarnos y hacernos creer que, en esa fecha y nada más, el mundo se bajaba a nuestro nivel para divertirse un poquito, y reír, y olvidar el trabajo, las broncas, la disciplina y los negocios.

Querida lectora, querido lector, te invito a recordar los olores, sabores, sonidos, colores y rostros de tu infancia ¿cómo eran? También, te pido me ayudes a llenar de música bella, voces amables, rostros misericordiosos, olor a flores y sabores de hogar, la mente de los niños que hoy, cerca de ti, viven imaginando que el 30 de abril el mundo se acordará, esta vez sí, de ellos. Que sea todo el año. Que sean todos nuestros hijos.

Voy y vengo.


Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales

Tecnológico de Monterrey campus Chihuahua

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc