Cuenta don Pancho: “Mi abuelo fue hijo de un peón que vivía en las Quintas Carolinas que estaban en los linderos de la ciudad de Chihuahua, por ello, su vida transcurría en el diario trajinar en compañía de su padre Aurelio, su madre Anastasia y sus hermanos, los cuales formaban una familia muy feliz, trabajando en dicha quinta. Sin embargo, el capataz de mi abuelo le rentaría unas tierras por varios años, y de esa cosecha, se beneficiaba la familia y serviría de sustento para el año, sin embargo, tenía que entregar 50% de la cosecha al patrón y además, pagar las cuentas que siempre había entre él y los medieros. Mi abuelo pensaba que toda esta situación era el resultado, simplemente de ser pobres, y de la enorme injusticia que existía, además de todo esto, dentro de la Quinta, existía la tienda de raya que vendía ropa, comida, y todas las cosas que hacían la vida llevadera. Muchos esperaban el levantamiento de la cosecha para liberar los créditos que hacían falta; mis tíos, trabajaban para el patrón, y mis tías, le ayudaba en los quehaceres a mi abuela, esto ocurría allá por los años de 1908 y 1909.
“De niño mi papá iba seguido a nadar al río Sacramento cerca de la Quinta Carolina que era la delicia de todos los chicos del lugar, ya que formaban parte de las pocas distracciones, inclusive en tiempos cuando los árboles se cargaban de fruta, el deporte favorito era robarlas, comerlas y en ocasiones nos las “hartábamos” verdes, ni modo de llevarlas a casa sin exponerse a una “cueriza” de mi abuelo. Lo que me gustaba de él, es que hablaba y contaba sus anécdotas “salpicadas” de ingenios comentarios que eran una delicia escucharlos de una vida que para nosotros parecía simplemente sólo un cuento de su imaginación, así llegaría el cuento del oculto tesoro. Mis tíos y los vecinos de los ranchos cercanos ya en la mera revolución, fueron levantados por la “leva” que no perdonaba a nadie. Mi papá y mis tíos fueron enviados con quién sabe qué general donde les tocó juntos y más adelante supieron que se apellidaba Ozuna, que los trataba más o menos bien quién les enseñó a manejar el rifle, bueno mejor dicho la carabina 30-30, un arma cortita que a mí papá le parecía de mentiras, sólo cuando lo vio “polvear” sus balas después de acordarse del fuerte “culatazo” que había recibido en el brazo y cuerpo la primer vez, empezó a tenerle respeto, más cuándo ellos dependían de ella para vivir y algo muy curioso, es qué no le cabía que tuviera el nombre de mujer, así que le nombró “Panchito” en vez de carabina.
“Mi padre no sabía lo que eran los plomazos de verdad y afortunadamente todavía la guerra estaba muy lejos de ellos, algo muy distante, sin embargo, resultó que un día los llamó el sargento a filas, comunicándoles que tendrían que salir en patrullas de reconocimiento y en eso, se preguntaban qué significa hacer eso. Así que se fueron de patrulla junto con otros muchachos al mando de un sargento. De ahí en adelante, empezaron a saber lo que era caminar a “calzón quitado” como decían los rancheros. Anduvieron rumbeando en una franja a decir el sargento de sólo tantos grados y como no vieron más que arrieros, se regresaron y el sargento rendiría informe de “¡Sin novedad!”. A mi padre y al resto de la patrulla, les dieron dos días libres sin madrugar ni asistir a entrenamientos. Después de esto, les empezaron a enseñar a montar a caballo, aunque mi papá ya sabía, pero en los balazos era diferente y como no había suficientes caballos, solo presentaban los que tenían y les decían que en la próxima campaña les darían a todos.
“Llegó la fecha esperada para la mayoría, tocaron a reunión, mi papá conocía los toques principales: reunión, ataque, retroceder y firmes. El día 25 de marzo de 1913 se les había informado que había órdenes de atacar una hacienda de un enemigo de la libertad y de los campesinos, por lo que salieron marchando en largas columnas; a muchos, los llevaron sin rifle, simplemente con machetes porque no había suficientes. Así era la cosa, pues ahí iban caminando y caminando junto a una dotación de balas que les habían dado a cada uno que traían carabina y en esa marcha, algunos compañeros de mi papá que iban junto a él le expresaban: “Abusado mi chavo, no se vaya a rajar cuando empiecen los cocotazos”. Mi padre respondió: “Sí hombre, ya verán que les voy a poner la muestra a todos”.
“Sin duda que en su interior tenía mucho “pis pis” y la verdad, discretamente se santiguaba y trataba de rezar, aunque la verdad no se acordaba de ninguna oración ¿Me lo creen? En eso se escuchó el clarín para reunión y ya concentrados les dijeron que hacer en las líneas de batalla, largas filas con villistas mal armados, pero con un corazón a prueba de balas. Ni tanto, ni tanto, las balas si mataban. Luego la caballería detrás de nosotros donde se emplazaron cañones chaparritos y todo era un correr para acá y para allá; órdenes dictadas a todo pulmón y de pronto el clarín: ¡Ataquen, ahí te vamos! Mi padre no tiraba de su carabina por ir viendo lo que podría pasar, pues no observaba nada al frente y de pronto empezó un “traqueteo”. De repente un compañero le preguntó: “¿Qué es eso compa?” Respondió mi papá: “No seas güey, pues es una ametralladora, ¡abajo! porque nos quiebran”. Mi padre estaba pegado al suelo cubriéndose con los brazos la polvareda que se levantaba con el fin de que sus ojos no se le opacaran. ¡Arriba, arriba!, ya quitaron la ametralladora, ¡ataquen, ataquen!
“De pronto observó mi papá a los enemigos en una línea tirados pecho a tierra y otro detrás de algunos montículos en el suelo donde pasaban “chin, chan, chin”, silbaban algunas balas que parecían un baile sólo que sin llevar ningún compás. En eso “Panchito”, la carabina de mi padre, empezó a tronar: “Paz, paz, paz” y que ve de repente a un federal que defendía la hacienda el cual, me miraba con tamaños ojotes y creo que también estaba muerto de miedo como mi padre, porque luego ya si estaba de plano muerto ya que “Panchito” había tronado el cuerpo del iluso federal de donde brotó un chorro de sangre y el pobre cayó de espaldas. Fue mi padre a revisarlo por si no estaba muerto con el fin de ayudarlo a bien morir, pero no fue necesario porque estaba bien frío el pobre; sus ojos aún miraban a mi padre, por lo que se los cerró, poniéndose a llorar. Había quebrado a su primer pelón. El bautizo surtió su efecto y esto le permitió a mi padre ser más aguerrido y así logró escalar algunos puestos hasta alcanzar el de sargento. Para entonces ya tenía 23 años de edad y ya se había casado con una jovencita que lo quería a toda ley y ya para entonces, le habían dado un caballo muy “pajarero” el condenado, ya que entendía el clarín mejor que él y sabía por dónde correr al ataque y al resguardo. Él lo quería mucho, pero lo más triste es que se lo quebraron en la toma de Zacatecas cuando Francisco Villa entró con su División del Norte
“Cuando la Revolución nos alcanzó”: relatos de mi padre, forma parte de los Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua. Si desea los libros de la colección de los Archivos Perdidos, tomos del I al XIII, adquiéralos en Librería Kosmos (Josué Neri Santos No. 111).