Querido lector, querida lectora. El miércoles de esta semana, el 23 de octubre para ser más exactos, conmemoramos el Día del Médico en nuestro país. Siendo muy honesto, me quedé corto en las felicitaciones y buenos deseos, pues un montón de la gente que amo -o a secas aprecio-, está asociada irremediablemente con el mundo de las batas y las paletitas de consultorio.
Sobre la salud se puede decir mucho, pero de la enfermedad no tanto -dicen que la huesuda se ríe de nuestro optimismo y vitalidad-. Los rarámuris de la alta y baja Tarahumara creen que las enfermedades empiezan con la tristeza; para combatirla, organizan tremendas tesgüinadas (fiestas) que les mantienen firmes y alegres frente a la adversidad. Los antiguos griegos creían que la enfermedad nacía de un desequilibrio de “humores” y que la única manera de combatirla era a través de dietas rigurosas, además de cambios de temperatura. Del mismo modo, los chinos sostienen que la salud depende de un justo balance en el “chi” -algo así como “energía vital”- y que cualquier alteración puede conducir a la enfermedad -tal vez por esa razón es que en ese país no se paga a los médicos por consulta cuando uno está enfermo, sino que se les remunera mensualmente para que nos mantengan en equilibrio constante-. Finalmente, en Oceanía, concretamente en las Polinesias, algunas enfermedades se atribuyen a la violación de tabúes sagrados, que son restricciones espirituales impuestas por la tradición.
Independientemente de la creencia sobre el destino final de la vida y el origen cósmico de la misma, todos estamos de acuerdo en que sólo disponemos del tiempo y del espacio mientras estemos vivos y que ello depende, en gran medida, de nuestra salud. Hace no mucho, mientras leía un periódico, me percaté que el símbolo inequívoco de desarrollo intelectual y sofisticación de la humanidad para la arqueología no se registró en construcciones o pinturas, sino en los huesos de un ancestro que habían soldado tras una fractura gracias a que fueron entablillados rústicamente. Este hecho significó, bellamente, que alguien se preocupó por curar a su compañero, darle alimento y permitirle restablecerse.
Sean chamanes, brujas, pitonisas, parteras, hechiceros, curanderos, médicos o cirujanas, el mundo ha evolucionado gracias a la idea de que alguien tiene que luchar por la preservación de la vida, sea con magia o con ciencia, pero con la infinita responsabilidad de abrazar la vulnerabilidad de otro ser para darle bienestar y salud. Creo que cada que alguien toma la enfermedad ajena y la combate, la humanidad renace y se escriben una infinidad de páginas que se ocultaban detrás de la fatalidad y la desesperanza.
De los médicos se puede decir mucho: que duermen poco, que tienen una vida social muy limitada, que se la pasan estudiando, que los maltratan cuando están en el internado. Lo único que puedo decir sobre ellos, en mi tremenda ignorancia, es que mi esposa y madre de mis hijos, la Dra. Claudia Casas, estudió esa carrera y es feliz. La conocí vistiendo la bata blanca, llenando reportes, escuchando pulmones, dando golpecitos con sus manos sobre los vientres irritados de pacientes -para ver si tenían gases-. Con su estetoscopio en el cuello, cual corbata, y una pluma en la solapa -verso sin esfuerzo-, calmaba a los frágiles y sacudía la ansiedad de los hipocondriacos -como yo-, llenando de vida a la gente de la universidad donde trabajaba. Un día llegué a su consultorio para registrar mis dolencias; en otra fecha, aproveché para tratar mi asma. Lo que nunca imaginé es que esa doctora curaría mi vida entera, multiplicándola y coloreándola -con toda la nitidez de los M&M’s-.
Dice el talmud que “quien salva una vida, salva al universo entero” y no pudo estar más en lo cierto. ¡Felicidades atrasadas a todas y todos los profesionales de la salud!
Voy y vengo