/ viernes 5 de julio de 2024

El baile de San Vito y las redes sociales

Hace 506 años, en la localidad de Estrasburgo, una mujer llamada Troffea empezó a bailar de manera descontrolada por las calles de la ciudad. Poco a poco, a partir de ese 5 de julio -y sin ninguna explicación-, cientos de personas se fueron uniendo a la terrorífica danza, la cual las llevaba irremediablemente a la muerte por agotamiento extremo. Este evento puede considerarse un caso de “coreomanía” (fenómeno social de repetición); inició con una mujer, aumentó a 34 habitantes en una semana y, para el mes, alcanzó a 400 bailarines. La suerte estaba echada para quien comenzaba a danzar; su futuro le encaminaba -muy probablemente- a la tumba. Lo curioso es que algunos historiadores afirman que Troffea sufría de la enfermedad de San Vito (epilepsia), mientras que muchos de los “contagiados” sólo la imitaron hasta un extremo inconcebible. De ser esta hipótesis cierta, la comunidad prefirió repetir la danza a entender realmente lo sucedido.

Hoy en día nos preguntamos si este baile mortal puede reproducirse nuevamente y hacernos estremecer colectivamente. Tal vez, y sólo como analogía, ya lo estamos viviendo a través del consumo generalizado y exacerbado de redes sociales, las cuales han reemplazado a los medios tradicionales de comunicación masiva -que tampoco eran unos santos- y han permitido que una infinidad de generadores de contenidos dicten las agendas culturales, sociales, políticas y de entretenimiento del país. Sartre decía que “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” -frase que he incluido en otras redacciones-; quizá debería reemplazarse con un: “somos lo que hacemos con los que nos han dicho que debemos hacer”.

Se ha criticado hasta el hartazgo la forma de conducirse del mexicano. Todo inicia con los estereotipos sociales transmitidos por nuestras familias, los cuales acumulan limitaciones sobre lo que debemos decir o hacer, según nuestro sitio en la comunidad -ya lo decía Octavio Paz en su libro Laberinto de la Soledad: el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa-; continúa con la confirmación de nuestras creencias en los círculos sociales más próximos (la escuela, el trabajo, la calle); finalmente, se materializa en el bombardeo incesante de los creadores virtuales de contenido. El resultado: mexicanos y mexicanas que like tras like, decena tras decena, repetimos irracionalmente las creencias de un solo individuo que tuvo a bien hacer pública su opinión.

Recientemente, luego de aquél polémico y agitado 2 de junio, el valor de la moneda estadounidense se disparó, pasó de merodear las 16 unidades por dólar, a superar los 18 pesos en cuestión de horas. Inmediatamente un sinfín de profetas del internet aparecieron en reels, Instagram stories, posts y entrevistas a decir que el conjuro se había hecho: México iniciaba, nuevamente como en el 2018, su camino inevitable a la venezualización. Los más atrevidos recomendaron a las familias “pudientes” a tomar sus pertenencias y buscar ipso facto refugio en otro país con más libertad y garantías. Los más reservados recomendaron guardar el dinero y prepararse para lo peor. En una postura u otra, nos desprendimos de la escasa autonomía mental que nos caracteriza para reemplazarla con el ritmo, melodía y tono de los pensamientos de un ser del otro lado de una cámara o un micrófono, sin preguntar, sin dudar, sin espíritu.

Cierto pensador argentino afirma que las ideologías son conocimientos de origen no científico que no admiten contradicción. Asumir como cierta cualquier información de los medios sin antes cuestionarla o contradecirla -al menos con el sentido común- equivale a seguir a aquella mujer de Estrasburgo que, luego de unos días de incesante danza, murió fatigada e incomprendida dejando atrás una estela decadente de repetidores.


Voy y vengo.


Doctor en Derecho. Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales en el Tec de Monterrey.

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc


Hace 506 años, en la localidad de Estrasburgo, una mujer llamada Troffea empezó a bailar de manera descontrolada por las calles de la ciudad. Poco a poco, a partir de ese 5 de julio -y sin ninguna explicación-, cientos de personas se fueron uniendo a la terrorífica danza, la cual las llevaba irremediablemente a la muerte por agotamiento extremo. Este evento puede considerarse un caso de “coreomanía” (fenómeno social de repetición); inició con una mujer, aumentó a 34 habitantes en una semana y, para el mes, alcanzó a 400 bailarines. La suerte estaba echada para quien comenzaba a danzar; su futuro le encaminaba -muy probablemente- a la tumba. Lo curioso es que algunos historiadores afirman que Troffea sufría de la enfermedad de San Vito (epilepsia), mientras que muchos de los “contagiados” sólo la imitaron hasta un extremo inconcebible. De ser esta hipótesis cierta, la comunidad prefirió repetir la danza a entender realmente lo sucedido.

Hoy en día nos preguntamos si este baile mortal puede reproducirse nuevamente y hacernos estremecer colectivamente. Tal vez, y sólo como analogía, ya lo estamos viviendo a través del consumo generalizado y exacerbado de redes sociales, las cuales han reemplazado a los medios tradicionales de comunicación masiva -que tampoco eran unos santos- y han permitido que una infinidad de generadores de contenidos dicten las agendas culturales, sociales, políticas y de entretenimiento del país. Sartre decía que “somos lo que hacemos con lo que hicieron de nosotros” -frase que he incluido en otras redacciones-; quizá debería reemplazarse con un: “somos lo que hacemos con los que nos han dicho que debemos hacer”.

Se ha criticado hasta el hartazgo la forma de conducirse del mexicano. Todo inicia con los estereotipos sociales transmitidos por nuestras familias, los cuales acumulan limitaciones sobre lo que debemos decir o hacer, según nuestro sitio en la comunidad -ya lo decía Octavio Paz en su libro Laberinto de la Soledad: el mexicano se me aparece como un ser que se encierra y se preserva: máscara el rostro y máscara la sonrisa-; continúa con la confirmación de nuestras creencias en los círculos sociales más próximos (la escuela, el trabajo, la calle); finalmente, se materializa en el bombardeo incesante de los creadores virtuales de contenido. El resultado: mexicanos y mexicanas que like tras like, decena tras decena, repetimos irracionalmente las creencias de un solo individuo que tuvo a bien hacer pública su opinión.

Recientemente, luego de aquél polémico y agitado 2 de junio, el valor de la moneda estadounidense se disparó, pasó de merodear las 16 unidades por dólar, a superar los 18 pesos en cuestión de horas. Inmediatamente un sinfín de profetas del internet aparecieron en reels, Instagram stories, posts y entrevistas a decir que el conjuro se había hecho: México iniciaba, nuevamente como en el 2018, su camino inevitable a la venezualización. Los más atrevidos recomendaron a las familias “pudientes” a tomar sus pertenencias y buscar ipso facto refugio en otro país con más libertad y garantías. Los más reservados recomendaron guardar el dinero y prepararse para lo peor. En una postura u otra, nos desprendimos de la escasa autonomía mental que nos caracteriza para reemplazarla con el ritmo, melodía y tono de los pensamientos de un ser del otro lado de una cámara o un micrófono, sin preguntar, sin dudar, sin espíritu.

Cierto pensador argentino afirma que las ideologías son conocimientos de origen no científico que no admiten contradicción. Asumir como cierta cualquier información de los medios sin antes cuestionarla o contradecirla -al menos con el sentido común- equivale a seguir a aquella mujer de Estrasburgo que, luego de unos días de incesante danza, murió fatigada e incomprendida dejando atrás una estela decadente de repetidores.


Voy y vengo.


Doctor en Derecho. Director de Derecho, Economía y Relaciones Internacionales en el Tec de Monterrey.

lgortizc@gmail.com

youtube: lgortizc