Existe, en todo México, un elemento que no puede faltar al borde de las carreteras. Es algo tan omnipresente que cuesta trabajo creer que no ha estado siempre ahí; permea los llanos, los desiertos, las selvas, los bosques, los ríos, las playas, las ciudades y las rancherías. Son las bolsas de plástico, pedazos de basura flotando en todos los terrenos baldíos de todas las ciudades en todos los estados de todo nuestro país.
Es casi imposible caminar por un terreno sin encontrarse, más temprano que tarde, una bolsa de plástico enredada en los arbustos, o en las cercas o entre las piedras. El problema de la basura es mucho más serio y extenso que las bolsas de plástico, pero a mi parecer no hay símbolo más omnipresente en los llanos del país que bolsas de plástico de colores cocinándose al sol.
Corría el año 2007 cuando, envalentonado por 2 meses de clases de mandarín, me atreví a ir de compras a la tiendita del barrio que se encontraba cerca de mi departamento en la ciudad de Ning Bo, en China. Además de una experiencia cultural y lingüística, tuve mi primer encuentro con una política de estado del control de las bolsas de plástico: tuve que pagar 5 centavos de Renminbí (cerca de 10 centavos de peso mexicano, a la tasa de cambio de aquel tiempo) por cada bolsa de plástico que me llevé. La política era tajante: todas las tiendas de abarrotes estaban obligadas a cobrar por sus bolsas de plástico, sin excepciones. El cobro ni siquiera se iba al gobierno en forma de impuestos, era un cobro hecho por y directo para la tienda o supermercado, era clara y abiertamente una política hecha para evitar el desperdicio innecesario de millones de bolsas en la ciudad. Aún en un país donde la normatividad ambiental era cuestionable (tan sólo hacía falta ver el gris del cielo o el negro brumoso acompañado de un olor cuestionable de los ríos) las bolsas de plástico habían sido identificadas, hace ya 15 años, como un primer paso inflexible hacia una dirección común: Adiós a las bolsas de plástico. El cobro era incómodo, las monedas de 5 centavos eran tan escasas como lo son el día de hoy las de 10 centavos en México; en más de alguna ocasión terminé cargando naranjas en los bolsillos de mi chamarra y pantalón por no contar con el cambio adecuado, la política estaba diseñada específicamente para incomodar y era absolutamente inflexible, aplicaba para el gigante de Walmart como para la tienda de la esquina por igual. No había forma de no recibir el mensaje claro y conciso: “no queremos bolsas de plástico”.
A través de los años vi cómo lidiaban con el problema otros países y otras culturas: En Francia te obligaban a comprar bolsas de tela reutilizables por 10 euros, en Nueva York te imponían una multa de 1,000 dólares por no colocar las bolsas de plástico en un contenedor separado y en Madrid se inclinaban por las bolsas biodegradables. A final de cuentas, las carreteras de la mayoría de estos países se encontraban libres de bolsas. Ni remotamente limpias, pero definitivamente no tan sucias como las de México (que cabe mencionar, tampoco son las más sucias que haya visto).
En algún punto de 2019 vi cómo un ordenamiento municipal en la ciudad de Chihuahua anunciaba la triunfante entrada al mundo libre de bolsas. Los diarios lo anunciaron como un triunfo a favor de la calidad de vida de los chihuahuenses, siguiendo la tendencia que ya habíamos recientemente visto en ciudades como Querétaro y Aguascalientes. Hubiera sido difícil encontrar a alguien opuesto a la medida, cuando menos de manera abierta. ¿Quién podría negar que los millones de bolsas de plástico tiradas en la orilla de la carretera son un problema?
Y, sin embargo, las bolsas de plástico siguen ahí. Cuando menos una de las grandes cadenas de supermercados siguen ofreciendo este artículo de manera irrestricta. Ya no las vemos en los Oxxos, ni en todas las cadenas de supermercado, ni en todas las tienditas, pero las cajuelas del mandado siguen llenas de bolsas de plástico, mismas que terminan desperdigadas por el viento hasta todos los rincones de Chihuahua.
Todos los chihuahuenses perdimos la guerra contra las bolsas de plástico. La perdió el supermercado que no quiso arriesgarse a que sus clientes tuvieran la inconveniencia de tener que comprar bolsas reusables. La perdió la pareja que no quiso tomarse la molestia de prevenir y llevar bolsas de tela que tenía guardadas en un cajón para no tener que pedir bolsas con la cajera. La perdió el abogado que tramitó el amparo contra el derecho del corporativo de regalarle bolsas de plástico a sus clientes. La perdió el funcionario que no quiso atraer la ira de los poderes económicos mediante la imposición de multas y clausuras. La perdimos todos por no querer pagar 15 pesos por una bolsa de tela reutilizable que se puede cargar en la cajuela para tenerla siempre a la mano. Chihuahua perdió la guerra contra las bolsas de plástico por no querer incomodarse un poco en una actividad tan cotidiana como ir al super. La perdimos por tibios, pues; porque si estuviéramos a favor de las bolsas de plástico, ni siquiera le hubiéramos declarado la guerra en primer lugar.
Y si no podemos ganar una guerra contra las bolsas de plástico, ¿qué nos espera ante los problemas gigantes que ya tenemos en puerta? Si nos va mal, no habrá sido por tontos, ni por flojos, ni por malvados, no señor, será por tibios.