Cuando el escritor golpea el teclado con sus dedos, suele trasladar a una hoja en blanco sus ideas, sus miedos, sus dolencias, etc. El horizonte incoloro del documento se convierte en una superficie lista para colocar relieves, cañadas, guerras, metáforas, recuerdos o estadísticas. Ocasionalmente, las palabras se alinean y declaran amores imposibles, como si se tratase de planetas que, en el firmamento -y en ocasiones muy raras-, se colocan uno detrás de otro para regalarnos espectáculos astronómicos.
Hace no mucho me cuestionaba un amigo sobre lo que me motivaba a escribir. En la intimidad de mis pensamientos, apoyados estos en la superficie tosca de mi almohada -es que me la compré en oferta y no me salió buena-, cuestioné todas las veces que recurrí a la cultura heredada de libros, redes sociales, canciones y hasta consejos, en los que me he basado para analizar el mundo y sus rincones. Recuerdo, por ejemplo, al gran Facundo Cabral citar a cierto escritor famoso que dejó de escribir porque, muy para su desgracia, todas las personas que le contaban las historias tuvieron a bien morirse. A veces creo que la enfermedad más peligrosa para los amantes de la escritura es dejar de escuchar; sin embargo, hay algo todavía peor: dejar de sentir.
En las tardes, cuando regreso del trabajo, cansado, asaltado por pendientes, imaginando mundos que sólo las agencias de viajes presumen, me detengo unos instantes debajo de la puerta, me asomo al interior de mi hogar, y trato de sentir cómo el mundo de las agendas y las computadoras se aferran a mi espalda para que no me vaya. Luego, me quito los zapatos -que honestamente no sé a dónde terminan-, lanzo mis llaves a la mesa, me recuesto en el sillón, y desde ahí, con voz fatigada pero optimista, saludo a las inquilinas de mi vida que amorosamente han hecho una rutina sin mí. Sin darme cuenta, luego de ver a mi esposa e hija, saco el celular y me pierdo en una infinidad de contenidos cortos -de los que nunca tengo memoria- y que sirven como taza de baño mental de todo lo que me agobia. La pantalla se ha convertido en un anestésico potente, en una droga macabra, que bloquea mi aburrimiento, mi reflexión, mis conversaciones y mis momentos lúcidos, a cambio de mi atención, de mis sentidos.
Hay cifras que presentó el medio digital Reseller que afirman que dos de cada diez mexicanos se declaran, como yo, adictos a las pantallas. Tan sólo en todo nuestro país hay cerca de 90 millones de usuarios de smartphones, de los cuales una tercera parte permanecen frente a sus celulares más de cinco horas al día. La edad más sensible a esta adicción está entre los 16 y 25 años.
Cuando descanso en el sillón de mi hogar y veo el contenido multimedia generado por millones de personas en el mundo, intento descifrar qué quiero sentir: ¿agrado? ¿enojo? ¿tristeza? ¿ternura?, entonces dejo que el algoritmo inteligente de la web analice el tiempo que tardo entre cada video; luego, arrullado por la cadena infinita de voces, canciones, reportajes y chismes, me suelto de todo lo que me atormenta, dejando también de lado, lastimosamente, lo que verdaderamente me hace feliz. He de decirte, querido lector, querida lectora, que esta penosa situación no sólo mutila nuestro criterio; también, va endureciendo nuestra alma. Cada vez necesitamos noticias más trágicas, más alarmistas, más irreales, para hacernos reflexionar y tomar decisiones. Tal vez por eso es por lo que en México las cifras asociadas a la violencia, la economía, la asistencia social, la educación o las leyes, han sido diluidas sistemáticamente por los canales de influencers, talk shows con famosos, reportajes o videos de gente que se hace rica “con tres sencillas aplicaciones”.
Corrigiendo a Nemesio García Naranjo: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de los smartphones.”
Voy y vengo.