/ sábado 21 de septiembre de 2024

En su centenario luctuoso: Franz Kafka y la contemporaneidad


A la memoria de René Avilés Fabila

¡Qué duda cabe que la obra de Franz Kafka (Praga, 1883-Klosterneuburg, 1924) permanece incólume, como una de las columnas vertebrales de la literatura contemporánea! Uno de los narradores por excelencia del siglo XX, con obras maestras como La metamorfosis, El proceso y El castillo se descorrió el velo de un nuevo universo literario, el propiamente kafkiano, cuya notable influencia todavía permea sin dilación, a una centuria de su muerte. Famosa es por ejemplo aquella alocución bretoniana de quien por otra parte siempre reconoció en la herencia kafkiana una de las simientes más provechosas en la construcción del Surrealismo, cuando estando en nuestro país se atrevió a afirmar, en una descripción por demás elocuente de nuestra idiosincrasia, que coincide toda América Latina: “Si Kafka hubiera nacido en México, habría sido un autor costumbrista y no surrealista”.

El autor de América supo vislumbrar mejor que nadie el maremágnum por demás entreverado y enloquecido del “mundo burocratizado”, con entelequias de autoridad y leyes del absurdo que terminan por ponerse por encima y devorar a sus propios creadores. De un ambiente familiar represivo a un esquema burocrático de igual modo aterrador y castrante, donde toda posible individualidad pierde su esencia, creó un universo del absurdo cuya naturaleza paradójica estriba precisamente en su carácter de factibilidad.

Muy conocida es aquella expresión de Johannes Urzidil: “afka era Praga y Praga era Kafka”. Y más allá de lo que de la metrópoli habitada por el escritor permanezca, de lo que trascienda de ella a través de sus obras en donde no sólo es espacio sino personaje, el narrador está prácticamente en todas partes, como sustancia y objeto ––por desgracia, más en lo segundo que en lo primero––, porque esa hermosa y gran ciudad de aparador ha sucumbido de igual modo a los caprichos de la mercadotecnia. Está presente en su nomenclatura, en sus espacios, en los lugares ah hoc que recuerdan a su hijo predilecto y el espíritu de sus obras (además del Nuevo Cementerio Judío donde se puede visitar su tumba y la ya referencial escultura de Jaroslav Róna a la vuelta de la Sinagoga Española, el Museo Kafka, en una de las tantas casas que habitó, la del número 22 en la zona del Castillo), pero lo mismo en infinidad de productos y souvenirs que se venden en cada esquina, algunos con mayor fortuna que otros: camisetas, plumas, tazas, cajas de cerillos, pisapapeles, corbatas.

Al margen de esta despiadada mercadotecnia de la que es objeto el autor de ese documento de prístina y aterradora revelación que es la Carta al padre, en un mundo globalizado por desgracia cada vez más absorto en la epidermis y no en la esencia, Kafka sigue siendo uno de los escritores más estudiados y reeditados, en un atento culto que desde hace muchos años se ha extendido prácticamente por todo el mundo; ahí está, por ejemplo, la bellísima e ilustrativa guía literaria de Harald Salfellner, Franz Kafka y Praga. En América Latina, por la paternidad arriba mencionada que incluso nos hace suponer que tiene mucho más que ver con este lado del mundo, lo cierto es que Kafka y su obra permanecen en el centro del interés documental y filológico, abierto a otros campos de investigación donde tanto la personalidad del escritor como la sólida sustancia de su obra mantienen una poderosa irradiación, porque siguen revelándonos nuevos eslabones y matices, como una especie de inagotable Faro de Alejandría. Franz Kafka permanece ––y permanecerá–– vigente en su cardinal legado, como parteaguas literario-poético ineludible, y Praga, su ciudad, constituye un maravilloso pretexto tras la búsqueda de un extraordinario escritor que ha contribuido a descubrirnos el mundo y a iluminarnos el alma.



A la memoria de René Avilés Fabila

¡Qué duda cabe que la obra de Franz Kafka (Praga, 1883-Klosterneuburg, 1924) permanece incólume, como una de las columnas vertebrales de la literatura contemporánea! Uno de los narradores por excelencia del siglo XX, con obras maestras como La metamorfosis, El proceso y El castillo se descorrió el velo de un nuevo universo literario, el propiamente kafkiano, cuya notable influencia todavía permea sin dilación, a una centuria de su muerte. Famosa es por ejemplo aquella alocución bretoniana de quien por otra parte siempre reconoció en la herencia kafkiana una de las simientes más provechosas en la construcción del Surrealismo, cuando estando en nuestro país se atrevió a afirmar, en una descripción por demás elocuente de nuestra idiosincrasia, que coincide toda América Latina: “Si Kafka hubiera nacido en México, habría sido un autor costumbrista y no surrealista”.

El autor de América supo vislumbrar mejor que nadie el maremágnum por demás entreverado y enloquecido del “mundo burocratizado”, con entelequias de autoridad y leyes del absurdo que terminan por ponerse por encima y devorar a sus propios creadores. De un ambiente familiar represivo a un esquema burocrático de igual modo aterrador y castrante, donde toda posible individualidad pierde su esencia, creó un universo del absurdo cuya naturaleza paradójica estriba precisamente en su carácter de factibilidad.

Muy conocida es aquella expresión de Johannes Urzidil: “afka era Praga y Praga era Kafka”. Y más allá de lo que de la metrópoli habitada por el escritor permanezca, de lo que trascienda de ella a través de sus obras en donde no sólo es espacio sino personaje, el narrador está prácticamente en todas partes, como sustancia y objeto ––por desgracia, más en lo segundo que en lo primero––, porque esa hermosa y gran ciudad de aparador ha sucumbido de igual modo a los caprichos de la mercadotecnia. Está presente en su nomenclatura, en sus espacios, en los lugares ah hoc que recuerdan a su hijo predilecto y el espíritu de sus obras (además del Nuevo Cementerio Judío donde se puede visitar su tumba y la ya referencial escultura de Jaroslav Róna a la vuelta de la Sinagoga Española, el Museo Kafka, en una de las tantas casas que habitó, la del número 22 en la zona del Castillo), pero lo mismo en infinidad de productos y souvenirs que se venden en cada esquina, algunos con mayor fortuna que otros: camisetas, plumas, tazas, cajas de cerillos, pisapapeles, corbatas.

Al margen de esta despiadada mercadotecnia de la que es objeto el autor de ese documento de prístina y aterradora revelación que es la Carta al padre, en un mundo globalizado por desgracia cada vez más absorto en la epidermis y no en la esencia, Kafka sigue siendo uno de los escritores más estudiados y reeditados, en un atento culto que desde hace muchos años se ha extendido prácticamente por todo el mundo; ahí está, por ejemplo, la bellísima e ilustrativa guía literaria de Harald Salfellner, Franz Kafka y Praga. En América Latina, por la paternidad arriba mencionada que incluso nos hace suponer que tiene mucho más que ver con este lado del mundo, lo cierto es que Kafka y su obra permanecen en el centro del interés documental y filológico, abierto a otros campos de investigación donde tanto la personalidad del escritor como la sólida sustancia de su obra mantienen una poderosa irradiación, porque siguen revelándonos nuevos eslabones y matices, como una especie de inagotable Faro de Alejandría. Franz Kafka permanece ––y permanecerá–– vigente en su cardinal legado, como parteaguas literario-poético ineludible, y Praga, su ciudad, constituye un maravilloso pretexto tras la búsqueda de un extraordinario escritor que ha contribuido a descubrirnos el mundo y a iluminarnos el alma.