/ jueves 5 de septiembre de 2024

Honestidad, aunque nadie te vea

Hay quien defiende la idea de que: “hay que hacer lo que sea necesario, para lograr un fin, incluso si es deshonesto, deshonesta”. Esta es la primera ruptura con la verdadera Cultura de la Legalidad. El pensamiento de Maquiavelo tiene vigencia, sin duda.

Más allá del discurso político autocomplaciente, de las numeralias y estadísticas sobre cursos, talleres, conferencias, convenios emprendidas por instituciones y organismos de la sociedad, la Cultura de la legalidad debiera suponer el genuino ejercicio de la legalidad en todas las fases de la convivencia ciudadana.

Honestidad, aunque nadie te vea

Se trata un valor de inconmensurable. Para las sociedades modernas ancladas al apego y a la adicción de satisfacer el ego. Pero, la honestidad no es fácil de vivir mientras no existen raíces suficientemente profundas para impulsar un cambio real desde la conducta individual hasta la conducta colectiva.

El excesivo pragmatismo, el utilitarismo abrumador entre las cosas y las personas, nos empuja con frecuencia hacia la tentación de “aprovecharnos” de toda oportunidad de obtener beneficio: dinero, fama, reconocimiento público, poder, etc. Así que la honestidad queda relegada a un segundo nivel, en cuanto no afecte los intereses particulares, aunque se siga pregonando este valor públicamente.

El poder es poder y nadie se resiste a poseerlo o disfrutarlo cuando está cerca. Así que la honestidad se vuelve un instrumento poderoso ante el público. Esto no significa que, en soledad, más allá del ojo crítico de la sociedad, ése sea el valor más importante de nuestra conducta.

Como periodista sé que no todo lo que se publica es la verdad o la mentira. No hay posturas totalizadoras, hay matices y filtros que no permiten que se asomen, ni todos los hechos, ni todos sus protagonistas. La palabra es noble, las acciones cuestionables. Así, es difícil pensar que la verdadera Cultura de la legalidad sea real, más allá de un mero discurso político.

Hay un presupuesto esencial que implica una profunda transformación de paradigmas a todos los niveles. Desde la persona que transgrede con frecuencia los reglamentos de tránsito, hasta el más alto funcionario público que falta a su deber constitucional de hacer cumplir las leyes y reglamentos. En cualquier caso, el significado de esas acciones es de magnitud inconmensurable.

Es la ruptura de esquemas de comportamiento como la corrupción y el clientelismo, los liderazgos chantajistas, el nepotismo. Tiene que ver con el fortalecimiento de cada uno de los poderes, desde el Estado, hasta la ciudadanía, sin mediar elogios, opacidad o complacientes negocios por intercambio de favores.

La Cultura de la Legalidad exige que cada ciudadano, desde el gobernante, hasta el vendedor de chicles en la calle, actué en congruencia con la exigencia de una sociedad al borde del caos. Inmersa en prejuicios y ambiciones individuales de grupos o capitales. No es un producto mercantil. Ni está de moda, ni es negociable.

Quienes promueven este tema, deberían ser los primeros en hacerse estas preguntas, antes de invitar a cualquier noble caballero o dama que, cobrando muy bien, nos ofrezca un discurso fascinante, que merezca toda clase de aplausos y festejos, empero sus palabras se las lleve el viento sin dejar semillas.

“…una política de legalidad es hoy la más radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revoluciones deseables…” Paolo Flores D’Arcais


Hay quien defiende la idea de que: “hay que hacer lo que sea necesario, para lograr un fin, incluso si es deshonesto, deshonesta”. Esta es la primera ruptura con la verdadera Cultura de la Legalidad. El pensamiento de Maquiavelo tiene vigencia, sin duda.

Más allá del discurso político autocomplaciente, de las numeralias y estadísticas sobre cursos, talleres, conferencias, convenios emprendidas por instituciones y organismos de la sociedad, la Cultura de la legalidad debiera suponer el genuino ejercicio de la legalidad en todas las fases de la convivencia ciudadana.

Honestidad, aunque nadie te vea

Se trata un valor de inconmensurable. Para las sociedades modernas ancladas al apego y a la adicción de satisfacer el ego. Pero, la honestidad no es fácil de vivir mientras no existen raíces suficientemente profundas para impulsar un cambio real desde la conducta individual hasta la conducta colectiva.

El excesivo pragmatismo, el utilitarismo abrumador entre las cosas y las personas, nos empuja con frecuencia hacia la tentación de “aprovecharnos” de toda oportunidad de obtener beneficio: dinero, fama, reconocimiento público, poder, etc. Así que la honestidad queda relegada a un segundo nivel, en cuanto no afecte los intereses particulares, aunque se siga pregonando este valor públicamente.

El poder es poder y nadie se resiste a poseerlo o disfrutarlo cuando está cerca. Así que la honestidad se vuelve un instrumento poderoso ante el público. Esto no significa que, en soledad, más allá del ojo crítico de la sociedad, ése sea el valor más importante de nuestra conducta.

Como periodista sé que no todo lo que se publica es la verdad o la mentira. No hay posturas totalizadoras, hay matices y filtros que no permiten que se asomen, ni todos los hechos, ni todos sus protagonistas. La palabra es noble, las acciones cuestionables. Así, es difícil pensar que la verdadera Cultura de la legalidad sea real, más allá de un mero discurso político.

Hay un presupuesto esencial que implica una profunda transformación de paradigmas a todos los niveles. Desde la persona que transgrede con frecuencia los reglamentos de tránsito, hasta el más alto funcionario público que falta a su deber constitucional de hacer cumplir las leyes y reglamentos. En cualquier caso, el significado de esas acciones es de magnitud inconmensurable.

Es la ruptura de esquemas de comportamiento como la corrupción y el clientelismo, los liderazgos chantajistas, el nepotismo. Tiene que ver con el fortalecimiento de cada uno de los poderes, desde el Estado, hasta la ciudadanía, sin mediar elogios, opacidad o complacientes negocios por intercambio de favores.

La Cultura de la Legalidad exige que cada ciudadano, desde el gobernante, hasta el vendedor de chicles en la calle, actué en congruencia con la exigencia de una sociedad al borde del caos. Inmersa en prejuicios y ambiciones individuales de grupos o capitales. No es un producto mercantil. Ni está de moda, ni es negociable.

Quienes promueven este tema, deberían ser los primeros en hacerse estas preguntas, antes de invitar a cualquier noble caballero o dama que, cobrando muy bien, nos ofrezca un discurso fascinante, que merezca toda clase de aplausos y festejos, empero sus palabras se las lleve el viento sin dejar semillas.

“…una política de legalidad es hoy la más radical de las revoluciones posibles, además de la primera de las revoluciones deseables…” Paolo Flores D’Arcais