Giacomo Puccini (Lucca, 1858-Bruselas, 1924) se sometió tan obedientemente a su irrenunciable vocación, que compuso tres de las óperas más populares: Bohemia, Madama Butterfly y Tosca. En apariencia indiferente a los postulados de músicos como Debussy o Schönberg, lo cierto es que en algún momento los incorporó en el desarrollo de su producción, en lo que consideraba apropiado a ese esquema tan suyo del “drama musical”, y si tuviéramos que utilizar un adjetivo para definirlo, sería el de “ecléctico”.
Un verdadero profesional de la música, dotado tanto de elevada capacidad artesanal como de inspiración, al igual que el propio Verdi, Puccini perteneció a una familia de hábiles músicos, desde cinco generaciones atrás. Entre otros de sus muchos atributos, mostró siempre un agudísimo sentido de la complejidad de la obra teatral y de la estrecha relación de interdependencia que liga todos los elementos que la componen. La historia de la música ofrece numerosos ejemplos de libretos aceptados por los compositores sin ningún discernimiento, ya por el juego de las combinaciones o por una obligación rutinaria; Puccini llegó incluso a eludir el poner música a uno de Gabriele d’Annunzio, porque en verdad pensaba que no podía compenetrarse con el poeta. Varios fueron los casos en los cuales el compositor prefirió la adaptación de un drama ajeno, a cuya representación había podido asistir previamente, ya que así lograba de inmediato y de manera concreta entrar en contacto con la dimensión escénica de la trama.
\u0009 Puccini mostró siempre, entre sus cualidades superiores, una sensibilidad pronta y aguda, y habiéndose inscrito en una época en continua transformación, logró aprovechar todos los elementos relevantes de innovación y apoderarse de ellos con olfato e inteligencia, todas las veces con suspicacia y buen equilibrio. Considerado su aspecto “belle époque” por excelencia, brota de casi todas sus obras una tenue desesperación (una visión trágicamente desesperada de la vida), siempre recubierta en su objetivo final con una delicadísima envoltura y un manifiesto y sin igual don melódico; resultado de un flanco frágil e inseguro, en el fondo, el espectador percibe dicho atroz sufrimiento de una manera gradual, sin padecer excesivamente. En tal sentido, amor y muerte mantienen en su mundo poético, de manera continua y perseverante, una guerra letal; pero el espectador llega a la catástrofe dispuesto a aceptarla casi con alegría, porque el narcótico musical ha obrado ya con eficacia.
\u0009Epílogo paroxístico e inconcluso del gran genio pucciniano, Turandot vino a ser resultado conclusivo de una experiencia sagaz y sensible por fin a la nueva música tanto de Schönberg como de Stravinsky. Contribución máxima del autor a la historia de la música no sólo de su país, se considera uno de los primeros y más imponentes ejercicios visionarios en derredor de una concepción nueva y orgánica del “gran espectáculo lírico”, aquí sí a la usanza wagneriana; integración manifiesta e impecable de acción, palabra y música, nos refleja a un Puccini para quien no existe el canto superfluo ni dramáticamente inútil. Esta gran obra de madurez, inacabada conforme la infortunada muerte lo alcanzó, confirma y exacerba el desarrollo magistralmente sinfónico de buena parte de su producción, si bien dicho contexto musical tiende siempre a predisponer un espacio privilegiado para el manar de la melodía, que domina sobre la propia orquesta y constituye uno de los sellos distintivos y más admirables de tan generosa fuente musical-poética.