Me veo en el patio de mi casa de la calle Victoria, arrastrando y encimando cachivaches, cajas y cajones de madera vacíos que eran embalajes de estatuas y de vidrios que venían de todas partes y que mi mente ilusa convertía en escenarios de templos fantasmagóricos, en los que yo desempeñaba el papel de obispo o cardenal, empoderado por la “Sacra Cesárea y Real Inquisición” para mandar a los pecadores al averno, al purgatorio o al cadalso, y así colocaba frente a mí a los feligreses: hermanos, hermanas y chavos dóciles del vecindario. Así condené a mi hermano Medardo por corajudo, quien me respondió con insultos destemplados.
Yo disfrutaba ser predicador revestido con palios, casullas y mitras de cartón. Me llamaba tanto la atención la indumentaria litúrgica como a otros niños la de los bomberos. Yo jugaba a ser san Nicolás, obispo de Myra.
Leí que nació en Patara de Licia, Turquía, en el siglo IV, emparentado con árabes. Destruyó el templo de Artemisa, por lo que le quemaron las barbas y lo encarcelaron, lo salvó Constantino. Fue la época en que san Jerónimo de Estridón escribió la Vulgata latina, la biblia católica. Anduvo por los países nórdicos predicando el catolicismo. Después la mercadotecnia —sobre todo la empresa Coca Cola— lo convirtió en el “Santa Claus” nórdico que se carcajea en “do” profundo.
De tanto andar entre biblias hubo un momento en que me pregunté: “¿quién escribiría la biblia?” En la sacristía y la tienda de mis abuelos, entre tantos libelos, encontré historias y mitos; un tal Philadelfo Ptolomeo mandó recopilar fragmentos de la sabiduría judaica y armó la “Septuaginta”. Después, Orígenes, un eunuco exégeta, recopiló la “Hexapla”. Tengo entendido que el Papa Dámaso encargó a san Jerónimo que recopilara todo: manuscritos y documentos (material valioso que pasó por el equipo de sabios constantinianos), para que surgiera lo que conocemos como Vulgata latina, en el año 382 d.C.
En la trastienda de mis abuelos consulté varias biblias: La de los mormones, de Joseph Smith; la de los menonitas, de Menno Simons; la de los judíos de Ibn Maimón (Maimónides) y nuestra Vulgata latina, de san Jerónimo de Estridón.
En otro tratado del antiguo Egipto: Mastaba de Ankhnahor, se refería también a que al bañarse en el río Nilo, muchos hombres se contagiaban de bacterias o de gérmenes desconocidos y la circuncisión era una forma de prevenir epidemias. La tribu de Judea incluyó en sus ceremonias estos ritos: Yom Kippur, día del perdón.
Indulgencias era otra palabra que se mencionaba entre las cofradías, relacionada con una de las imágenes de volumen o bulto, medios cuerpos desnudos, envueltos en llamas, con rostros de dolor, que imploraban a lo alto, titulada: “Las ánimas del purgatorio”. También aparecía en una estampita con la leyenda: “Tan pronto una moneda de oro cae en las arcas de la iglesia, un alma escapa del fuego”. Esto me intrigaba. Y más me intrigó un librillo de propaganda protestante, que andaban repartiendo alrededor de la catedral misioneros tratando de hacer proselitismo, en el que leí: “La venta de indulgencias”, promovida por el Papa León X para acrecentar la fortuna de la Iglesia Católica y erigir el Vaticano y grandiosos templos, detonante de la reforma”.