Cambiar requiere pensar en profundidad, y eso, exige energía. Y todavía se requiere más energía para vencer la inercia de las organizaciones, sobre todo, en el sector público, por el que sienten apego las distintas variedades de la izquierda. No hablamos de la irracionalidad de las personas, sino de las organizaciones, bajo el supuesto de que una organización racional emplea los mejores medios a su disposición para conseguir sus objetivos. En la práctica, esto sucede muy pocas veces, debido a que a sus miembros suelen moverles la codicia o la pereza, y prefieren progresar o evitar el riesgo.
Como consecuencia, la organización o las legislaturas terminan por ser irracionales, al decir del psicólogo Stuart Sutherland. Una organización debe estar diseñada para evitar, en la medida de lo posible, la conducta egoísta de sus miembros. La extrema izquierda, difícilmente, está estructurada para rechazar una ideología nacida de una reflexión insuficiente y sesgada, antes que a los hechos, la experiencia y la evidencia empírica, características del espíritu libertario. Preferirá ser juez y parte, antes que otorgar autonomía a órganos fiscalizadores o evaluadores de la función pública.
La autocomplacencia irracional de un Estado benefactor, arbitrario por mandato popular, se refleja en la falta de interés por ahorrar el dinero del contribuyente en el despilfarro sin límite en obras faraónicas, dudosamente sustentables a largo plazo y sin su contraparte productiva, sólo porque una oligarquía busca perpetuarse a sí misma; una oligarquía que nunca vivirá los retrasos y la incomodidad de un sistema de salud, de seguridad o de educación públicos. Pero, ¿por qué es esto? Porque en un Estado centralista hay pocas personas que tengan que rendir cuentas ante otros.
Y si en la política sucede mucho, en la izquierda y sus derivados se acentúan la incapacidad de aceptar los propios errores, que es una de las causas de la irracionalidad. La negativa de abandonar proyectos inútiles al que se denomina “error de coste invertido”, ha hecho que, en el sexenio pasado, y muy posiblemente, en el presente, se sigan empleando tiempo y dinero en políticas públicas dudosamente sostenibles, como la reforma judicial, con la vana esperanza de salvar algo, a pesar de que es evidente que no van a ganar nada al hacerlo, sólo los votos de una población esperanzada.
Esta tendencia se eleva cuando, como suele suceder, las perspectivas de ascenso de los miembros del partido, dependen de la persona en quien se ha centralizado el poder a costa de las instituciones, propio del más tradicional rasgo de la izquierda. Un partido político así, no es medio de tomar decisiones racionales, sino que se limita a confirmar, o peor aún, exagerar las actitudes del caudillo, al tiempo que los partidarios se liberan de responsabilidad, porque no hay incentivos para corregir errores, lo que ya, de por sí, es motivación para el despilfarro ni para saber cómo se ha gastado.
¿Cuándo se ha visto que se premie con más presupuesto a la secretaría que ahorró dinero en gastos inútiles? A menos democracia, menos transparencia. Si todo se oculta por seguridad nacional, no habrá derecho humano que no peligre. Y si, al contrario, a la transparencia se uniera la obligación de todo funcionario de probar los servicios públicos, siempre que fuera posible, el servicio al contribuyente, seguro, mejoraría. Sin duda, nos resta un largo camino para una política pública racional en México, que ofrezca más resultados que buenas intenciones