“Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra; el adjetivo, cuando no da vida, mata”
Vicente Huidobro
Hace mucho tiempo, las personas solían darle un valor importante a la palabra del otro, de la otra. Frases como: “le doy mi palabra”, “su palabra vale”, incluso hubo programas gubernamentales con denominaciones que hacían referencia a ello como aquello de: “Crédito a la palabra”.
La palabra se empeñaba como prueba de una profunda honorabilidad y, su valor, era semejante a dejar hipotecada una propiedad. Sin embargo, los tiempos nuevos parecen haber dejado fuera esa posibilidad de intercambio relacional en una convivencia social. Muy pocas personas se atreverían actualmente al otorgar créditos, préstamos sólo confiando en la buena fe de alguien, a cambio de sólo recibir su palabra.
Si, ha sido un cambio doloroso y radical. La mentira produjo incredulidad. La deslealtad produjo desconfianza; la credibilidad de las promesas se fue al suelo y, paulatinamente nuestra propia visión del mundo como lo conocimos, hace ya algunas generaciones atrás, simplemente se transformó.
El filósofo brasileño Paulo Freire solía decir que: “No hay palabra verdadera que no sea una unión inquebrantable entre acción y reflexión y, por ende, que no sea praxis. De ahí que, decir la palabra verdadera sea transformar el mundo”.
La palabra desde que se dice, vincula o separa. Transporta o paraliza, mueve, inspira, conforma, confirma, construye, destruye, designa, decreta… Nace y muere con el lenguaje. Permanece escrita aún después de la muerte y nace de nuevo con el balbuceo de un bebé.
La palabra es poderosa. Pero ¿qué le pasó para ser subestimada?
Desde luego, todo depende del contexto. Y, lamentablemente, los escenarios en los que menos se confía en la palabra, suelen ser los políticos. Ahí, la palabra se interpreta entre líneas, con código específicos, casi como para “iniciados”.
La palabra de alguien profesional de la política ha sido devaluada gradualmente. Pocos discursos logran conmover y convencer a quienes escuchan. Sólo algunos se preocupan realmente por hacer conexión real con el corazón y mente de la ciudadanía. Pero quienes lo hacen, no siempre revelan con claridad las verdaderas intenciones de su oratoria.
Hay insistencia en enfocar su energía en el debate o la competencia. Quién gana, quién pierde. La fuerza se dispone para la diatriba; otras veces se diluye en la retórica, para legitimarse en un cargo, o afianzar las aspiraciones para una siguiente posición en el poder, cuando éste se impone.
Algo pasó en el camino, que quienes se dedican a la política, ya no pueden empeñar su palabra, porque no parece tener valor. Pero lo mismo ha ocurrido con personas docentes, sacerdotes, médicos, el empresariado; es decir, la palabra empeñada ya no se acepta como garantía de honorabilidad y, no obstante, hay quienes están obsesionados con la idea de crear impactantes discursos para un buen marketing político y ganar campañas con “puro taco de lengua”
La palabra es poder sin duda.
La palabra y el lenguaje son agentes de cambio en una sociedad. Ello significaría ofrecer un impulso permanente a la evolución de las palabras y el enriquecimiento continuo del lenguaje, para invertirle a la comunicación y las relaciones humanas más nutritivas.
Pero, eso no sucederá por el momento. Prevalece con frecuencia en el discurso público, un aburridísimo monólogo. Predomina una perspectiva individualizada del mundo, e ignoramos lo que significa la otredad: el otro, la otra, sus necesidades, más allá de nuestra cortísima posibilidad del habla.
Licenciada en Ciencias de la Información, Consultora en Comunicación y Desarrollo Humano.
airefresco760@gmail.com
Twitter: dinorahga