Hace poco mi hija cumplió años; tres cuartas partes de su vida las ha pasado aquí, en Chihuahua, al lado de nosotros, sus padres, y de una creciente ola de gente hermosa que la quiere, la frecuenta y la chiplea -expresión chihuahuense que significa: consentir-. Sin duda, veo que mi pequeña descendiente es feliz: baila, brinca y socializa con otras personas, sin importar la edad. Su sonrisa me hace pensar que, tal vez -o muy seguramente-, se siente amada.
Dicen que el amor es una estafeta que recibimos de nuestros padres para entregarla a nuestros hijos; por otro lado, Lao Tsé decía que: “el agradecimiento es la memoria del corazón” -bueno, se lo escuché a Óscar Burgos en entrevista con Yordi Rosado, pero ustedes no se fijen-. En ambos casos, el amor es un tesoro que recibimos con la consigna de compartir sus frutos, haciendo que las demás personas se sientan escuchadas, queridas y atendidas.
Tal vez nadie haya pensado tanto en el amor como Don Juan Bosco. Nacido un día como hoy, pero de 1815, este ilustre personaje -canonizado por la Iglesia Católica- fue un incansable defensor del cariño a los semejantes. Desde muy temprana edad vio los horrores de la guerra y el caos económico de una Europa en crisis; seguramente eso le llevó a desear una humanidad unida por la felicidad y no la tristeza. Con tal motivación creó la “sociedad de la alegría”, un círculo de jóvenes como él que querían estudiar, jugar y rezar. Sin darse cuenta, ese espacio le sirvió para que, años más tarde y ya como sacerdote, fundara “los oratorios”, los cuales consistieron en espacios amplios donde jóvenes en situación vulnerable aprendieron oficios, vivieron, jugaron, conocieron a Dios y tomaron talleres de arte. Por alguna razón, Don Bosco no construyó colegios, creó familias.
Decía Facundo Cabral: “el amor que me trajo, te trajo”. En ese tenor, pensar que la humanidad está conectada por una gran fuerza universal no es tan descabellado. Quizá por eso, mi abuela siempre fue enemiga de maldecir, porque creía que equivalía a escupir para arriba. La forma en que Don Bosco entendió ese concepto fue maravillosa; supo que el cambio social estaba en la educación y que tenía que meterle mucho amor a su labor como profesor si realmente quería involucrarse con las almas y las vidas de esos jóvenes. Su misión como formador era atender las necesidades de cada estudiante de forma que pudieran estar en igualdad de condiciones unos y otros: a veces consiguiéndoles trabajo o zapatos -si venían descalzos-, otras alimentándolos y dándoles vivienda.
Ver a mi hija es cuestionar constantemente mi labor como docente. Junto a mi esposa, veo por su salud, su sustento y su educación. Asisto a sus eventos escolares, la llevó a sus clases de música y vamos a cenar juntos. Involucrarme con ella es descubrir que su bienestar es un complejo nudo de necesidades en las que cualquier omisión tiene consecuencias -a veces más, a veces menos-. Así también sucede con los estudiantes que pasan por nuestras aulas y que, en sus mochilas, traen miedo, hambre, soledad o tristeza. ¿Será que el compromiso de formarles va más allá de contarles una historia o mostrarles una técnica?
En los salones las bancas se llenan y vacían, semestre a semestre, año con año. No podemos estar en la vida de todos y apropiarnos de sus dificultades personales para lograr una transformación integral; sin embargo, si podemos hacerles sentir importantes, que su esfuerzo tiene sentido, que pueden sonreír y que en nuestro corazón siempre habrá un rincón para ellos. Así lo pensó Don Bosco cuando, de la mano de María Mazarello, proclamó: “No basta amar a los niños, es preciso que se den cuenta que son amados”.
Construyamos juntos, de nuevo, sociedades de la alegría.
Voy y vengo