/ viernes 26 de julio de 2024

Las opiniones se discuten

Es muy común encontrarnos con discusiones en las cuales se llega a decir: “en fin, es mi opinión, y tú tendrás la tuya”. ¡Por supuesto que los sujetos que discuten tienen cada uno su opinión sobre el tema a debatir! Pero tener una opinión no implica necesariamente afirmar una verdad.

Lo que hay que observar es que cuando se dice: “al fin que ésta es mi opinión”, estamos ante una imposición del punto de vista propio y negando el punto de vista de la otra parte. En una palabra, la mente del sujeto que debate se cierra.

Una definición de diccionario de la palabra “opinión” es la siguiente: “Juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien”. Expresar nuestra opinión consiste entonces en pronunciar nuestro juicio, en dar a conocer lo que pensamos sobre tal o cual objeto.

Cuando la controversia sobre tal o cual tema busca imponer una opinión por encima de otras más que aprender ellas, aparece la típica sentencia: “pues es mi opinión, y ya”; así todo esta dicho, y se concluye el debate en su punto de partida: cada quien con lo que traía.

A veces -muy frecuentemente, mejor dicho-, consideramos que nuestra opinión es algo intocable, algo casi sagrado que merece ser defendido e impuesto en lo posible. Entonces creemos que nuestra opinión es la válida y que, por la “gran verdad” que representa, resulta ser invulnerable.

Pedimos que nuestra opinión sea respetada por los otros, es decir, que no sea cuestionada ya que nos parece plausible. Alguien incluso, por increíble que parezca, puede esperar la aclamación sobre la opinión que expresa. Esta exigencia del opinador está fuera de lugar. Las opiniones se cuestionan.

Nuestras opiniones, que solo son puntos de vista, perspectivas o criterios (no sentencias lapidarias) merecen ser criticadas en una sociedad como la nuestra, diversa y plural, de la cual esperamos una convivencia en el marco de discusiones racionales, estamos obligados a respetar a las personas, no a sus opiniones.

Las personas son dignas de respeto; sus opiniones son debatibles, vulnerables y perfectibles. Cuando alguien dice, por ejemplo: “con todo respeto, tu opinión es precipitada y sin fundamento”, el respeto se manifiesta hacia la persona, no hacia su opinión. Aunque es común que el opinador se ofenda ante lo que considera un ataque a su persona.

Las opiniones, así las emita una autoridad “muy autorizada”, son valoraciones falibles, ya sea por su relación con la realidad o por su consistencia lógica. Podemos buscar cierta robustez en nuestras opiniones y volverlas menos vulnerables al error, pero no debemos imponerlas como verdades absolutas.

Ya termino con una breve pero significativa cita del filósofo Fernando Savater: “el derecho a la propia opinión consiste en que ésta sea escuchada y discutida, no en que se la vea pasar sin tocarla como si de una vaca sagrada se tratase”.


Es muy común encontrarnos con discusiones en las cuales se llega a decir: “en fin, es mi opinión, y tú tendrás la tuya”. ¡Por supuesto que los sujetos que discuten tienen cada uno su opinión sobre el tema a debatir! Pero tener una opinión no implica necesariamente afirmar una verdad.

Lo que hay que observar es que cuando se dice: “al fin que ésta es mi opinión”, estamos ante una imposición del punto de vista propio y negando el punto de vista de la otra parte. En una palabra, la mente del sujeto que debate se cierra.

Una definición de diccionario de la palabra “opinión” es la siguiente: “Juicio o valoración que se forma una persona respecto de algo o de alguien”. Expresar nuestra opinión consiste entonces en pronunciar nuestro juicio, en dar a conocer lo que pensamos sobre tal o cual objeto.

Cuando la controversia sobre tal o cual tema busca imponer una opinión por encima de otras más que aprender ellas, aparece la típica sentencia: “pues es mi opinión, y ya”; así todo esta dicho, y se concluye el debate en su punto de partida: cada quien con lo que traía.

A veces -muy frecuentemente, mejor dicho-, consideramos que nuestra opinión es algo intocable, algo casi sagrado que merece ser defendido e impuesto en lo posible. Entonces creemos que nuestra opinión es la válida y que, por la “gran verdad” que representa, resulta ser invulnerable.

Pedimos que nuestra opinión sea respetada por los otros, es decir, que no sea cuestionada ya que nos parece plausible. Alguien incluso, por increíble que parezca, puede esperar la aclamación sobre la opinión que expresa. Esta exigencia del opinador está fuera de lugar. Las opiniones se cuestionan.

Nuestras opiniones, que solo son puntos de vista, perspectivas o criterios (no sentencias lapidarias) merecen ser criticadas en una sociedad como la nuestra, diversa y plural, de la cual esperamos una convivencia en el marco de discusiones racionales, estamos obligados a respetar a las personas, no a sus opiniones.

Las personas son dignas de respeto; sus opiniones son debatibles, vulnerables y perfectibles. Cuando alguien dice, por ejemplo: “con todo respeto, tu opinión es precipitada y sin fundamento”, el respeto se manifiesta hacia la persona, no hacia su opinión. Aunque es común que el opinador se ofenda ante lo que considera un ataque a su persona.

Las opiniones, así las emita una autoridad “muy autorizada”, son valoraciones falibles, ya sea por su relación con la realidad o por su consistencia lógica. Podemos buscar cierta robustez en nuestras opiniones y volverlas menos vulnerables al error, pero no debemos imponerlas como verdades absolutas.

Ya termino con una breve pero significativa cita del filósofo Fernando Savater: “el derecho a la propia opinión consiste en que ésta sea escuchada y discutida, no en que se la vea pasar sin tocarla como si de una vaca sagrada se tratase”.