Por: Óscar A. Viramontes Olivas
Hemos realizado un recorrido por algunas vecindades que existieron en la ciudad de Chihuahua, y la gran mayoría de ellas han desaparecido de la mancha urbana, debido a la urbanización vertiginosa que ha tenido nuestra hermosa capital, por ello, en esta crónica, seguiremos ese andar por las calles contando más sobre aquellas vecindades que representaron una opción de vivienda popular para mucha gente que tenía la ilusión de ser alguien en la vida, marcadas con las carencias y pobreza, sin embargo, muchos conciudadanos que las habitaron, tal vez ya no están con nosotros, llevándose el recuerdo para siempre, y aquellos que todavía viven, nos cuentan esas vivencias que quedarán grabadas en las Crónicas Urbanas.
En la década de los 60 hasta los 80, existió sobre la avenida Juárez en pleno centro de la ciudad, una vecindad que le denominaron: “Los Reyes”, pues sus propietarios eran de apellido “Reyes”, uno de ellos, el más conocido, sería don Eduardo, quien es recordado por su actitud siempre carismático y benevolente, debido a que, tenía consideración de sus inquilinos cuando se atrasaban con la renta, siendo amable con todos, aún con aquellos que se pasaban de “lanza”. La vecindad de “Los Reyes”, sería una de las más conocidas que estaba cerca del área comercial del centro de la ciudad de Chihuahua; se destacaba porque, estaba habitada por un número importante de inquilinos, muchos de ellos, empleados en la misma área comercial contigua, otros trabajaban en sus propios negocios como vendedores ambulantes, sin embargo, no todos compartían el optimismo de don Eduardo, ya que, a pocos metros de la recepción, vivía doña Carmen, quien siempre observaba la vida desde su pequeña ventana.
En ocasiones, tardaba semanas que no salía de su humilde cuarto de cuatro metros cuadrados. La desesperanza ha calado en su alma, debido a que su esposo, un albañil que trabajaba de sol a sol, había muerto en un accidente en la obra cuando se estaba construyendo el Fermont; sin ingresos, no sabía cómo seguir adelante en la vida; las deudas se acumulan más y más, y el dinero no alcanza ni para comer. Sus hijos, bien gracias, casados y con familia, se habían olvidado de la pobre viejita quien les había dado todo cuando esos haraganes eran niños. "Ya no sé qué hacer", le confiesa a su vecina doña Rosita, cuando esta le llevaba diariamente un plato de frijoles. "Cada día siento que no puedo más". Así como doña Carmelita que sólo era uno de tantos rostros de la desesperanza que habitaban en la vecindad, donde la pobreza se sentía tan pesada, como el concreto de las paredes. Muchos se habían acostumbrado a vivir con menos, pero para doña Carmelita a sus 70 años, el peso era demasiado.
Uno de esos días en la misma vecindad, se sabía que las tragedias llegaban sin avisar, al presentarse una explosión que se originaría en una de las viejas tuberías de conducción de gas, destruyendo el cuarto de nuestra Carmelita, llevándosela a mejor vida y desde entonces, la esquina del patio había quedado vacía, como una cicatriz que no se borraría jamás; el recuerdo de ese día, siguió presente en todos. Algunos vecinos lloraron en silencio, otros ofrecieron ayuda a doña Rosita, la vecina de Carmelita que sufriría algunas heridas, quedando desamparada, porque había perdido a su hija en la explosión, pero la tragedia, como tantas otras, se fue sumando a la larga lista de historias tristes que habitaban ese lugar. La vecindad, fue un espejo de la vida misma, un espacio donde el dolor y la alegría, convivían en un frágil equilibrio. Al caer la noche, el bullicio del patio comenzaba a disminuir; las risas de los niños se apagaron, las puertas se cerraban, y el silencio, tomaba el control de la vecindad de Eduardo. Sin embargo, las historias no desaparecen, se quedan en las paredes, en los murmullos que susurran los recuerdos de quienes han pasado por ahí. La vecindad, siguió siendo un testimonio de la vida en su forma más cruda y real; un espacio, donde la alegría y el dolor, la esperanza y la desesperanza, se entrelazaban en una danza infinita. Ahí, la vida se vivía en comunidad, con sus tragedias y sus momentos de felicidad, mientras el tiempo seguía pasando, la vecindad continuaba siendo un refugio para aquellos que, a pesar de todo, no dejaban de soñar con un mañana mejor.
Ahora nos trasladamos del centro, hasta uno de los barrios más representativos de la ciudad de Chihuahua, me refiero al Santo Niño, donde existieron un importante número de vecindades, una de ellas, era la denominada “El Refugio”, cuyos propietarios fueron la familia “Montes”, quienes fueron siempre estimados por la gente, porque hacían muchas obras de ayuda a la comunidad; los Montes, buscaron el bienestar de sus inquilinos, tal es el caso de doña María Esparza, madre soltera de tres hijos que lavaba ropa ajena para mantener a su familia. Su jornada comenzaba a las cuatro de la mañana, mientras sus hijos aún dormían en el único cuarto que compartían. Durante muchas noches, doña Mary, se quedaba observándolos mientras dormían, preocupada por cómo iba a alimentarles al día siguiente. Pero siempre, de alguna forma, conseguía un poco de comida, y un motivo para sonreírles. Para ella, verlos jugar en el patio de la vecindad, era su mayor alegría, su fuerza y su esperanza para seguir adelante. A ella, cuando se le atoraba la necesidad, la familia Montes en representación del patriarca, don Panchito Montes Ruiz, apoyaban a doña Mary con alguna despensa o le daban algún trabajo para que solventara la renta.
Otra anécdota registrada en esta desaparecida vecindad de los “Montes”, vivió una niña muy simpática de tan sólo seis años; su vida, era muy distinta a la de otros niños. Iba descalza la mayoría del tiempo porque sus zapatos estaban tan desgastados que, ya no le servían. Aun así, su risa resonaba en toda la vecindad mientras jugaba. Cuando sus vecinos se dieron cuenta de su triste condición, organizaron una colecta y le compraron un par de zapatos nuevos. Lupita los miró con lágrimas en los ojos, corriendo para agradecer a cada vecino, asegurándoles que nunca había tenido algo tan bonito. Ese par de zapatos, le enseñó que, aunque viviera en la pobreza, había bondad a su alrededor. Por otro lado, en uno de los rincones de la planta alta de la citada vecindad, vivía don Pedrito, un migrante de Michoacán que vivía en uno de los cuartos más pequeños de la azotea. Durante años, trabajaría en la construcción y enviaba cada peso que podía a su familia en el campo. Apenas tenía para sí mismo y, como resultado, su cuarto apenas tenía una cama y una estufa pequeña. Una noche, al regresar de una larga jornada, se enfermó gravemente, y no tenía nadie que lo cuidara. A la mañana siguiente, sus vecinos lo encontraron débil y lo llevaron al hospital, pero fue demasiado tarde. Su familia llegó semanas después para recoger sus pocas pertenencias, las cuales fueron entregadas por don Panchito Montes, el propietario de “El Refugio”.
Para 1967, vivía en la citada vecindad, doña Licha, y uno de esos días salió de mañana a su trabajo como empleada doméstica y nunca volvió. Era madre de dos hijos pequeños, quienes esperaron por días su regreso. Sus vecinos, sin saber qué hacer, comenzaron a turnarse para cuidarlos. Durante semanas, hubo búsquedas y llamados, pero nadie supo de ella. Finalmente, los vecinos lograron contactar a unos parientes lejanos, quienes se llevaron a los niños. La desaparición de doña Licha, se convirtió en una historia triste y sin respuesta para la vecindad. En el número seis de la vecindad de don Panchito Montes, existió el joven Roberto, el cual, trabajaba de albañil para ayudar a su madre, pero su verdadera pasión era la pintura. Cada noche, después de su agotadora jornada, se sentaba en el patio de la vecindad a dibujar con los pocos colores que tenía. Un día, una vecina vio sus dibujos y le ofreció un pequeño lienzo que había encontrado en la calle. Aunque Roberto no tenía dinero para más materiales, comenzó a pintar un mural en una de las paredes de la vecindad, llenando el lugar de color y esperanza para todos sus vecinos y después, Roberto sería apoyado por un señor de dinero al ver que en él había talento para la pintura, otorgándole una beca para que estudiara en el Ciudad de México en la Facultad de Artes de la Universas Nacional Autónoma de México... Esta crónica continuará.
Las vecindades de la capital, un pasado que no volverá, forma parte de los archivos perdidos de las Crónicas Urbanas de Chihuahua. Si desea adquirir todos los libros de Archivos Perdidos de las Crónicas Urbanas, los puede encontrar en Liberaría Kosmos, Neri Santos y Ángel Trías o mandé un WhatsApp al 614 148 85 03 y con gusto le daremos la información.