/ domingo 9 de agosto de 2020

México superó las 50 mil defunciones 

México ha superado las 50 mil defunciones documentadas por #COVID2019, lo cual nos ubica en tercer lugar en el mundo, únicamente superado por los Estados Unidos y Brasil, con 164 mil y 100 mil muertes, respectivamente.

Francisco Moreno Sánchez, médico internista e infectólogo y profesor de Posgrado de Medicina Interna del Centro Médico ABC, ha sido uno de los mexicanos más críticos al gobierno federal en la lucha contra la pandemia, como lo demostró en su Twitter del pasado 6 de agosto al señalar: “la estrategia para su control ha fallado por completo”.

Mientras no haya vacuna, remedios o pruebas, los expertos de la Organización Mundial de la Salud han recomendado regresar a lo básico, es decir cuidarnos nosotros mismos, con el uso del cubrebocas, la sana distancia y el lavado permanente de manos.

En la pandemia de gripe del año 1918, también conocida como gripe española que dejó millones de muertos, principalmente durante el rebrote y las narraciones de Albert Camus en su libro “La Peste” de lo ocurrido en África, nos llevan a la reflexión de la actuación del ser humano sobre en los momentos de crisis. Se ven las debilidades y cualidades.


Datos de miedo

Los nuevos datos son preocupantes, ya que se tiene un contagio cada 10 segundos en nuestro país, a esto hay que agregar que cada 60 minutos 25 personas morirán por Covid-19, según datos del Coneval. Además de la pandemia está la crisis económica que ha dejado más de 18 millones de desempleados (formal e informal), y la creciente violencia, que en los 18 meses de gobierno de Andrés Manuel López Obrador han sido asesinadas 53 mil 628 personas.

La pandemia de nuevo coronavirus ha provocado más de 720 mil muertes en el mundo desde que la oficina de la OMS en China informó de la aparición de la enfermedad en diciembre 2019.

Cerca de 20 millones de personas en 196 países o territorios contrajeron la enfermedad, de éstas cuando menos 13 millones se recuperaron.

No hay freno al mal. Y el pasado martes 4 de agosto se registró una cifra histórica en el mundo con 6 mil 784 nuevas muertes y 252 mil 972 contagios.

Los países que más fallecidos registran, según los últimos balances oficiales, son Estados Unidos con mil 302, Brasil (mil 154) y México (857).

Entre los países más golpeados, Bélgica registra la mayor tasa de mortalidad, con 85 decesos cada 100 mil habitantes, seguido de Reino Unido (68), España (61), Perú (61) e Italia (58).

China, sin tener en cuenta los territorios de Hong Kong y Macao, registró un total de 84 mil 491 personas contagiadas, de las que 4 mil 634 murieron y 79 mil 47 sanaron totalmente.


En medio de las plagas surge lo peor y mejor del humano

El escritor francés Albert Camus a través de su libro “La Peste”, publicado en 1947, describe cómo la enfermedad contagiosa es una respuesta al dolor que se registró en la Segunda Guerra Mundial. Pero desnuda al ser humano.

El ambiente corresponde a África donde la epidemia causa miles de muertes. Hay cuarentena, uso de cubrebocas, crisis económica y mucho sufrimiento. La propagación imparable de la enfermedad obliga a las autoridades a imponer un severo aislamiento, en la espera permanente de la cura.


Aquí algunos trozos del libro “La Peste” para reflexionar

La declaración obligatoria por la epidemia fue: el aislamiento. Las casas de los enfermos debían estar cerradas y desinfectadas; los familiares sometidos a una cuarentena de seguridad. Uso de pañuelos para cubrir la boca.

Durante unos días no se registró más que una docena de muertos. El día en que el número de muertos fue de nuevo 30 se dio el aviso oficial: tienen miedo. Se declara el estado de peste y cierre de la ciudad. Desde ese momento, la peste era el único asunto en el que pensaban todos.

Un sentimiento tan individual, como es el de la separación de un ser querido, se convirtió de pronto, desde las primeras semanas, mezclado a aquel miedo en el sufrimiento principal de toda la población durante aquel exilio.

Esta separación brutal, que no tenía límites, ni futuro previsible, nos dejaba desconcertados, sin poder reaccionar contra el recuerdo de esta presencia y ya tan lejana que ocupaba ahora nuestras vidas. Pero la peste los conducía al mismo tiempo al ocio, los reducía a dar vueltas a la ciudad decaída y los entregaba cotidianamente a los juegos decepcionantes del recuerdo. No había ninguna razón para que la enfermedad no durara más de seis meses o, acaso, un año o más aún.

Diagnosticar la fiebre epidérmica significaba aislar rápidamente al enfermo. Entonces empezaba la abstracción y la dificultad, pues la familia del enfermo sabía que no volvería a verlo, más que curado o muerto. Entonces empezaban las luchas, las lágrimas; la persuasión, la abstracción, en suma. En esos departamentos, sobrecalentados por la fiebre y la angustia se desarrollaban escenas de locura.

Los familiares cerraban la puerta prefiriendo quedarse cara a cara con la peste a una separación de la que no conocían el final. Gritos, órdenes, intervenciones de la policía y hasta de la Fuerza Armada. El enfermo era tomado por asalto. La peste no era más que un visitante desagradable que tenía que irse algún día, así como había llegado.

La cuarentena al principio no era más que una simple formalidad. Después, exigían particularmente que los miembros de una familia fueran aislados unos de otros, porque si alguno de ellos estaba infectado sin saberlo había que evitar que contagiara a los demás.

Un niño fue transportado al hospital auxiliar e instalado en un viejo salón de clases donde pusieron 10 camas. Aquel frágil cuerpecito se dejaba devorar por la infección, sin reaccionar. Pequeños bubones dolorosos, apenas formados, bloqueaban las articulaciones de sus miembros débiles.

Los médicos ya habían visto morir a otros niños, pues los horrores de aquellos meses no se detenían ante nada, pero no seguían nunca su sufrimiento minuto a minuto como lo estaban haciendo desde el alba. Y, por supuesto, el dolor infligido a aquel inocente nunca dejó de parecerles lo que en realidad era, es decir un escándalo.

El doctor advirtió que el grito del niño se hacía más débil, que se apagaba hasta llegar a extinguirse. Alrededor los lamentos volvieron a comenzar, pero sordamente, y como un eco lejano de aquella lucha que acababa de terminar. Luego, terminó. Abriendo la boca, pero callado, el niño reposaba entre las mantas en desorden, empequeñecido de pronto, con residuos de lágrimas en las mejillas.

Y a decir verdad, no hay nada más importante sobre la tierra que el sufrimiento de un niño, nada más importante que el horror que este sufrimiento nos causa, ni las razones que procuramos encontrarle. Además, en la vida Dios nos lo facilita todo. Pero esto nos pone ante un muro infranqueable. Estamos, pues ante la muralla de la peste y a su sombra mortal tenemos que encontrar nuestro beneficio.

No se trataba de rechazar las precauciones, el orden inteligente que la sociedad impone al desorden de una plaga, no había que escuchar a esos moralistas que decían que había que ponerse de rodillas y abandonar todo.

Había únicamente que avanzar en las tinieblas, un poco a ciegas e intentar hacer el bien. Pero por lo demás había que perseverar y optar por confiar en Dios, incluso ante la muerte de niños y sin buscar excusas personales.

Después de una consulta con la Comisión Médica, tras probar un suero (cura), la administración informó que la epidemia podía considerarse vencida. El comunicado añadía que por un espíritu de prudencia, que no dejaría ser aprobada por la población, las puertas de la ciudad seguirían aún cerradas durante dos semanas y las medidas profilácticas se prolongarían un mes. En ese periodo, en la mínima señal de que el peligro podía recomenzar, el statu quo sería mantenido y las medidas llevadas al extremo.

La multitud alegre ignoraba lo que se puede leer en los libros, que la bacteria de la peste no muere, ni jamás desaparece, que puede permanecer durante decenas de años dormida en los muebles, en la ropa; que espera pacientemente en las habitaciones, en las bodegas, en las maletas, en los pañuelos y los papeles y que llegará un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a sus ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa.

Efectivamente, Albert Camus nos lleva a la reflexión que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, surge lo peor de la sociedad: egoísmo e irracionalidad. Pero también algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas que admirar que despreciar.


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