Limpiando una maleta llena de incertidumbres, de cartas con promesas rancias, fragancias esfumadas de amores secos y fotos familiares, mi hermana Lupe me mostró un retrato donde estoy con un grupo de monaguillos portando un cirio bautismal.
Por las buenas relaciones que tenía mi familia con la iglesia, algún sacerdote o autoridad de esta institución me pudo haber iniciado en sus rituales “monaguillescos”, el caso es que me veo: adolescente, con la vestimenta eclesiástica de acólito, en la catedral de Chihuahua, luciendo una sotana de fino paño rojo, ropón de lino blanco almidonado lleno de encajes. Para mí el hábito sí puede hacer al monje, porque en mi caso cuando me vi investido recorrí a mis anchas los espacios de la catedral, la nave principal, el bautisterio, la sacristía, el ábside, el presbiterio.
Aprendí a manipular la orfebrería y los enseres litúrgicos; atriles con sus biblias, incensarios, candelabros, misales, vinajeras, custodias, crisma y el óleo de los catecúmenos. Envueltos en los hábitos litúrgicos, éramos una pandilla de chavos que de pronto dimos el salto de la inocencia a la picardía maliciosa. Disfrutábamos aspirando el humo del copal, del incienso, de la mirra, con las emanaciones y los vapores espirituosos de los buenos mostos (vino concentrado) que saboreábamos, engañando al sacristán.
Nos disputábamos y nos rifábamos a quién le tocaba asistir en las mejores bodas y bautizos, donde nos poníamos serios, ceremoniosos, conspicuos, por aquello del bolo (las monedas que repartían los padrinos, que antes eran de oro o plata, para que el bautizado tuviera abundancia).
No a todos les caíamos bien; algunos se burlaban por nuestros encajes, que veían como “mariconerías” y de vez en cuando nos insultaban, por lo que tuvimos confrontamientos a golpes; con frecuencia era clave en esos pleitos Martuk, que apodábamos el “Beduino”: de origen árabe, un monaguillo alto, fuerte, de cejas muy pobladas y mirada penetrante, a quien le encantaba el box.
Por ser monaguillo tuve otro encuentro en Matachí. Un festivo domingo del Santo Patrono había carreras de caballos, los jinetes competían en un juego tradicional que consistía en ensartar con su lanza unas rosquillas de madera con listones de colores, que correspondían al color que tenían las alborotadas muchachas casaderas, así se ligaban pareja para el baile (tal vez eran costumbres que heredaron los vascos) entre música y comilonas. Llegó un importante cura a dar la misa, mi abuela me propuso que le ayudara, porque se suponía yo era un entendido en menesteres de iglesia, y accedí; todo se desarrolló dentro de la normalidad. Al terminar la ceremonia religiosa, había gente alrededor, destacaban por sus gritos de chamacos pueblerinos, fumados y cerveceados; yo todavía andaba vestido con fondo de seda roja y un ropón que me quedaba grande, como faldón femenino, bordado de cruces y florecitas doradas. Entre risas y burlas me jalonearon, empecé a dar golpes a diestra y siniestra; ya me dolían los nudillos, cuando reconocí al valentón que seguía la pandilla, era el “Tapia”, mi medio pariente (que cuando dejó de ser joven se volvió más peleonero y lo mataron en una cantina); estábamos trenzados en el suelo, como yo era más fuerte y sangraba de la nariz, me descuidé y me mordió un cachete.