Charles Louis de Secondat, barón de Montesquieu, filósofo y jurista francés cuya aportación en 1748, es de elogio monumental, que no se puede concebir su obra denominada: “El Espíritu de las leyes” sin el contexto del movimiento intelectual y cultural conocido como la -ilustración-, siendo precisamente en ella donde establece la división de poderes, como forma de estructura organizativa de los estados, basada en el sabio reparto de los poderes de decisión y control en tres ámbitos: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. Es decir, independencia y equilibrio para un mejor desempeño del Estado moderno.
A partir de entonces han venido a fortalecerse las democracias de todos aquellos países con probadas garantías constitucionales. Sin embargo, en el caso de México la división de poderes se adoptó a partir de 1824 contra -viento y marea- donde en el escuálido Estado han sobrevivido cinco constituciones en medio de golpes de Estado, revoluciones, motines, invasiones de potencias extranjeras. Sin dejar en el olvido un efímero imperio, gobiernos autócratas y una dictadura.
En la época actual cualquiera pensaría que después de la caída del muro de Berlín en 1989, todos aquellos gobiernos dictatoriales irían desapareciendo. Los ejemplos en nuestro continente como Cuba, Nicaragua y Venezuela nos indican todo lo contrario. El último informe de Amnistía Internacional ciñe enfáticamente las condenas sobre las prácticas de los dictadores Canel, Ortega y Maduro respectivamente, vulnerando los más elementales derechos humanos en esos países con alto número de presos políticos, siendo el gobierno de AMLO un destacado aliado, pese hacia donde han conducido sus economías que han obligado a millones a emigrar.
En México pareciera que la suerte está dada. Para Morena como partido dominante ya no hay pasos perdidos ni caminos por recorrer, el clientelismo con recursos públicos funcionó. Para nadie es un secreto que se practicó una elección de Estado que lamentablemente tenemos que respetar. En justicia razonable hay que admitirlo por paradójico que así se aprecie, los gobiernos priistas y panistas con aciertos y errores fueron cavando sus propias tumbas frente al hartazgo de la población.
Se pasaron de la “raya”, por lo que ahora será peor, con la desaparición de los organismos autónomos, la reforma al poder judicial, la inseguridad galopante, el narcotráfico con todos sus tentáculos, la incertidumbre de inversiones extranjeras por falta de garantías, la crisis en los servicios de salud con ausencia de medicamentos, la migración sin control, la rapiña de los funcionarios públicos, la reprobación de la educación según la medición PISA, los compromisos pactados con las dictaduras de Cuba, Nicaragua y Venezuela, las obras faraónicas con un costo superior al 100% de lo planeado, así como la pobreza “real” en la mayor parte del territorio nacional, para finalmente albergar un costal de gravísimos problemas cuya olla de presión en cualquier momento pueden explotar.
Sin duda desde 1824 nuestra clase política en su mayoría ha tenido conductas de oprobio, cuya desvergüenza ni siquiera los sonroja. El eterno problema siempre ha sido la corrupción como norma de calce desde 1837, cuando el gobierno de Anastasio Bustamante otorgó la primera concesión importante de obra pública para la construcción del ferrocarril México a Veracruz al empresario veracruzano y exsecretario de hacienda, Francisco de Arrillaga, hasta el actual gobierno con el mayor peculado de la historia con Segalmex al frente de Ignacio Ovalle Fernández.
Con una Suprema Corte de Justicia, sin autonomía, jueces y magistrados electos “a modo” por elección popular y tómbola, cuando la función esencial de los tribunales es enteramente apolítica, será sin duda un rotundo fracaso, aunque Arturo Saldivar y Ricardo Monreal plenarios eruditos del derecho constitucional que antes sostenían lo contrario, hoy serviles “propaganderos” de esa patraña. La muerte de la herencia del apóstol de la división de poderes Montesquieu, es el principio de un mal presagio que los mexicanos consientes no debemos permitir. Pobre patria herida.