Hace apenas unos días, mis cinco hermanos y yo realizamos un viaje que habíamos esperado con mucha emoción. Durante años, este viaje había sido una tradición para celebrar el cumpleaños de nuestra madre, un momento en que, nosotros, sus hijos nos reuníamos para disfrutar de su compañía, reír juntos y compartir recuerdos. Sin embargo, el último viaje que planeamos no pudo llevarse a cabo. Mi madre enfermó y mientras intentábamos procesar su pérdida, el viaje quedó en pausa, flotando en el aire como una promesa que no pudo cumplirse en ese tiempo.
Nuestra madre falleció poco después, y en medio del dolor decidimos que era el momento de cumplir con esa promesa. No sería lo mismo sin ella, pero su esencia, sus enseñanzas y su amor nos acompañarían en cada paso. La semana pasada, finalmente, los seis hermanos —dos hermanas y cuatro hermanos— nos reunimos en una playa de México, un lugar que ella hubiera querido pasar con nosotros.
Nos hospedamos en un condominio cerca del malecón, un espacio para los seis y cómodo que nos permitió estar todos juntos, compartiendo los mismos momentos como lo habíamos hecho tantas veces antes. Mi hermano menor, con ese compromiso que siempre ha tenido con la familia, manejó desde su ciudad para asegurarnos que tendríamos un vehículo para movernos con flexibilidad. Y algo emotivo fue que una de mis hermanas viajó desde el norte del país vecino para estar con nosotros. Su llegada marcó el verdadero inicio del viaje, el momento en que los seis estábamos completos, juntos.
Una de las cosas que más disfrutamos fue la flexibilidad de levantarnos más tarde del acostumbrado, sin prisas. Antes de comenzar el día de actividades, nos quedábamos un buen rato platicando. Era un ritual que se repetía cada mañana: café en mano, sentados cómodamente, recordando anécdotas de nuestra infancia o de años anteriores y, sobre todo, recordando a nuestra madre. Esos momentos eran casi más importantes que cualquier paseo o excursión, porque nos daban la oportunidad de reconectarnos y honrar su memoria a través de nuestras historias compartidas.
Visitamos lugares emblemáticos del lugar, pero más allá de los paisajes, del romper de las olas y las vistas de postal, lo que más nos marcó fueron esos momentos íntimos de conexión con recuerdos que se nos venían a nuestras mentes, sobre todo de los viajes pasados junto a nuestra madre. Risas, recuerdos y, a veces, silencios cargados de significado. Y una noche, como si nos llamara la nostalgia de tiempos más simples, decidimos salir a cenar tacos callejeros. La sencillez de la escena, sentados alrededor de una mesa con los aromas del aceite y calor con humedad, fue algo “diferente”. Durante los días, entre bocado y bocado, entre restaurante y restaurante, compartíamos más que sólo desayunos y comidas; compartíamos risas, anécdotas y esa complicidad que sólo los hermanos entienden.
Esos detalles, como los de caminar juntos por el malecón, disfrutar de las vistas, visitar lugares, fueron experiencias inolvidables. Un detalle que todavía pudimos realizar es en el malecón fue una torre tres-dos uno y sacar una fotografía más de las muchas que tomamos como recuerdo de este formidable viaje. Era un recordatorio de que, en los momentos más simples, es donde reside la verdadera felicidad. Este viaje no fue solo el recordar o una despedida; fue también un reencuentro con la unión que siempre hemos tenido como familia. Una promesa cumplida, aunque con un lugar faltante que siempre recordaremos. Y como dijo uno de mis hermanos, si te preguntan ¿dónde andabas? Fuimos de viaje con nuestra madre!
Doctor en Administración. Director del Instituto de Emprendimiento del ITESM, región norte
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