CUERNAVACA. Al mirar al maestro Guillermo Monroy cuesta creer que en realidad tenga 100 años de edad, apenas cumplidos el pasado 7 de enero de 2024. Calmo, mas con un ritmo constante, apoyándose a veces de su andadera, camina sin ayuda de nadie a través de su departamento en Cuernavaca hasta su pequeño taller, donde guarda parte de su obra y algunos libros cuya lectura ya no puede realizar.
Tal vez el tiempo haya mermado su vista, pero no sus ganas de seguir echando mano a sus pinceles, con los que actualmente crea coloridos astros sobre hojas de block, tablas de madera y lienzos de tela. “Lo que estoy haciendo es darme vida”, dice sonriendo entre el blanco de su barba, con la ilusión de poder presentar esos cuadros en la que, cree, será su última exposición: “Soles efímeros”. “Yo voy a seguir pintando, hasta donde me den mis ojos, hasta donde me de la vida, para seguir compartiendo con ustedes”, reafirma en entrevista con El Sol de México.
Pero si verlo así, tan decididamente activo, es sorprendente, lo verdaderamente insólito sucede cuando el artista plástico, conocido en el mundo como uno de los dos sobrevivientes de “Los Fridos” —por haber sido discípulo de Frida Kahlo— habla con gran elocuencia sobre su propia vida. Más que recordar, visita un interminable mural de recuerdos, cuya lectura iconográfica se convierte en una aventura epopéyica.
El principio
Cuenta que todo comenzó cuando de niño llegó desde su natal Tlalpujahua, Michoacán a la Ciudad de México, pues su padre que era un minero se quedó sin trabajo. Una vez ahí, al pasar los años y algunas mudanzas, Monroy se asombró con los calendarios que le regalaban a su mamá en la carnicería, ilustrados por el pintor Jesús Helguera. Pero no sólo eso, pues también se fascinaría con los dibujos que un vecino suyo hacia con gises en el suelo y de las copias a mano que su hermano hacía de retratos familiares.
“Yo me enamoré de lo que hacían y desde muy niño quise dibujar como ellos. Después de haber estado en Peralvillo nos movimos a la Guerrero, y yo ahí aprendí a hacer mis dibujos copiándolos de los comics, después de trabajar, porque yo trabajaba en las banquetas de las calles como ayudante de carpintero, con mi padre y mis primos, quienes me enseñaron a barnizar, en una fábrica de muebles”, relata el pintor.
Fue entonces que un día, siendo un adolescente, un conocido suyo al que también le gustaba dibujar, los invitó a él y sus amigos del barrio a que intentaran entrar a una escuela de pintura, donde existía la oportunidad de ver a mujeres hermosas que posaban para que las pintaran. El lugar era la Escuela libre de escultura y talla directa, en el Callejón de la Esmeralda, dirigida por el escultor mexicano Guillermo Ruiz, con grandes profesores, como el muralista Raúl Anguiano y el grabador Everardo Ramírez.
Después de una serie pruebas de dibujo, Monroy sería el único de esos jóvenes que obtendría una beca de 30 pesos, la cual aceptó a la voz, aunque sabía que era un apoyo demasiado bajo.
“Yo me fui con mi padre y le dije ‘Papá, yo quiero aprender a pintar, pero hace falta dinero aquí en la casa, aunque allá me van a dar una beca’ Y mi padre, formidable, me contestó ‘quieres dibujar y veo que te gusta, así que vas a aprender eso que tanto quieres. Aquí no van a hacer falta nunca los frijoles”, era 1940.
Una flor fulgurante
El ingreso a La Esmeralda de Monroy sucedió en un momento en que no había tantas exigencias, por lo que apenas terminada su primaria pudo entrar a estudiar en ese lugar, que entonces no estaba propiamente habilitado como una escuela sino como un gran taller.
La carrera era de cinco años y aunque sigue agradecido por la oportunidad dada, Monroy reconoce que fue hasta el tercer grado que sucedió “la maravilla de maravillas” que cambió su vida. Era 1943 y el nuevo director de La Esmeralda, el pintor Antonio M. Ruiz, había rediseñado el espacio, invitando a grandes artistas como docentes, entre ellos Diego Rivera, Francisco Zúñiga, Federico Cantú, María Izquierdo, Agustín Lazo y una hermosa mujer: Frida Kahlo.
“Yo no sabía quiénes eran, estaba conociendo el mundo artístico apenas. Entonces un día nos dijeron ‘muchachos aquí viene la que va a ser su maestra’. Y yo la vi cruzar el zaguán, era como una flor fulgurante, con su vestido de tehuana, muy bien peinada y maquillada”, relata el pintor, y recuerda que desde el primer momento Frida dejó claro su método pedagógico, al afirmar que ella no era maestra de nada y que lo que harían en su taller de pintura sería pintar y compartir lo que cada uno supiera o descubriera.
Para ese momento Monroy ya compartía aula con Fanny Rabel, Arturo García Bustos y Arturo Estrada, quienes junto con él fueron nombrados como “Los Fridos”. Lamentablemente, la salud de Frida Kahlo decayó a los pocos meses y las clases en La Esmeralda fueron suspendidas, pero ellos pidieron poder seguir tomando clases con su maestra en su casa, la Casa Azul, donde ellos pintaban, mientras la artista los supervisaba de vez en vez y Diego Rivera los visitaba para hablar de arte.
Monroy relata que la relación entre Rivera y “Los Fridos” fue profunda, pues también fue su maestro de muralismo, que en sus clases, charlas y conferencias los instruyó sobre la forma de pintar en correspondencia con los edificios, pero también con temática social, sumándose a la lucha obrera.
“Yo estaba de acuerdo con él, que coincidía con mi manera de ser, porque yo venía de una familia de obreros, que había trabajado y que vivió una huelga cuando era yo niño. Los primeros murales que vi de Diego Rivera fueron los de Palacio Nacional. Eso me pareció una maravilla, poder ver tanto movimiento y tanta pintura sobre la historia de México”, cuenta Monroy, quien dice que no fue Diego quien les mostró sus murales, sino Frida que los llevaba en una carcachita para que vieran en acción al gran pintor.
Los primeros murales
En esos años los jóvenes artistas fueron impulsados por Frida Kahlo para que comenzaran a introducirse en la práctica muralista, por lo que los invitó a pintar la pulquería La Rosita, cerca de la casa de la pintora, donde se les enseñó a pintar en fresco con la supervisión del pintor Andrés Sánchez Flores.
“Yo pinté una mujer indígena con un niño tomando pulque con un acocote adornado con flores. Cuando terminamos nuestros primeros murales se hizo una fiesta tan grande y tan hermosa, en la que algunos alumnos aprendimos a cantar y cantamos unos corridos dedicados a la Rosita, y en la que el maestro Diego dijo gran discurso”, recuerda.
Tras el éxito de la pulquería, Frida les buscó otros lugares para poder seguir practicando. Así fue que decoraron la Casa de la madre soltera, en el Jardín de la Conchita, en Coyoacán, con una nueva técnica llamada “a la cola caliente”. Lamentablemente, aquel edificio ya no existe, pero el maestro conserva algunas fotos.
“Yo pinté un mural dedicado a las lavanderas, cómo trabajaban, como se morían de tristeza cuando las abandonaban. Fueron unos retratos tan exactos, pero tan artísticos, porque una cosa es hacer un retrato y otra pintar el alma de las personas, que les encantó a las lavanderas”, relata Monroy, mientras que con las manos pareciese que vuelve tocar aquellos muros.
Aquellas experiencias, sellaron la estrecha relación entre “Los Fridos” y la pintora, tanto que incluso después de graduarse como trabajadores de artes plásticas, la siguieron frecuentando. Ella les consiguió otro muro en el Hotel Posada del Sol, donde se les enseñó a hacer aplanados y la técnica al fresco.
“Bustos pintó a Adán y Eva primitivos, el Güero Estrada una fiesta en Tehuantepec y yo a unos luchadores en la revolución cantándole a las Adelitas. Ese muro aún existe y está restaurado, pero en su momento no le gustó al dueño, porque él quería otra temática. Diego iba a decorar el foro, pero al saber que no querían nuestros murales, aunque platicó con el dueño que era su amigo, no lo pintó”, menciona.
Ayudante y maestro
Esos fueron los inicios, pero Guillermo Monroy estuvo siempre en aprendizaje constante al realizar su trabajo como ayudante de Diego Rivera, con quien participó, junto a otros artistas, en la decoración del Cárcamo de Chapultepec, específicamente del mural “El agua, origen de la vida”; así como en la decoración del Museo de Anahuacalli, Donde Diego les pidió a “Los Fridos” hacer un trabajo con mucho amor y “juntar piedritas por piedritas, como los antiguos mexicanos”.
Como parte la conformación del movimiento arquitectónico de la integración plástica, el arquitecto y muralista Juan O’ Gorman invitó a Monroy a participar en la elaboración del mural de la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, cuyos mosaicos de colores están hechos por piedras recogidas en distintos estados de la república.
Estos trabajos, dice Monroy, fueron también su “entrenamiento”, que lo prepararía para luego participar en el proyecto del Centro SCOP, de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes, junto a otros muralistas, entre ellos el mismo Juan O'Gorman, José Chávez Morado, José Gordillo, Arturo Estrada, Luis García Robledo, Rosendo Soto y Jorge Best. En él colaboró con la creación del mural “El beneficio de las vías de comunicación de la tierra”.
“Yo sentí muy maravilloso que me dieran ese trabajo. El Centro SCOP es un trabajo tan hermoso que lo considero igual al que hicieron los antiguos mexicanos en Chichen Itzá, Mitla, Teotihuacán o El Tajín. Es una planta maravillosísima que se hizo con mucho gusto y muchísimo amor, un trabajo digno de ser alabado por mexicanos y no mexicanos”, dice Monroy, quien se muestra preocupado por el destino de los murales del complejo que está siendo demolido, para dar paso al Parque del muralismo mexicano.
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Guillermo Monroy cuenta que también ha hecho otros murales, como “Belisario Domínguez” y “México 1847”, en la escuela primaria Belisario Domínguez en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; además de una gran cantidad obras en distintos formatos, estilos y técnicas que asciende a cerca de mil piezas.
Revolucionario amoroso
Con alegría en el rostro, el pintor recuerda su lucha revolucionaria como parte de la Célula artística Silvestre Revueltas del Partido Comunista Mexicano, el Grupo de Pintores Jóvenes Revolucionarios, o el Frente Revolucionario de Pintores, Escultores y Grabadores. Y reflexiona sobre lo que significa para él haber compartido ideales con Diego Rivera y Frida Kahlo, a quien despidió afuera del crematorio con el Himno nacional, el de La Internacional, así como canciones mexicanas.
“Yo pertenezco a la actividad de la plástica revolucionaria y amorosa, que no va a terminar nunca. ¿Pero esto quiere decir que voy a pintar puras consignas? No. Yo he aprendido con otros artistas y conmigo mismo que el arte es libre. Pero seguiré aquí, quiera o no quiera, porque yo nací dentro de una familia de obreros y luchadores, porque sentí la pobreza y luché con ganas por los trabajadores. Aunque yo no pinte puños cerrados y hoces y martillos, sé que, si uno pinta es un hombre revolucionario, que cree en la libertad”, finaliza.