Cuentan que en Ciudad Juárez existe un antiguo cementerio cuya inauguración data de años previos a la época revolucionaria. Es en este lugar el último lugar de reposo terrenal de aquellos que ahora ya no están.
Un cementerio oscuro, siniestro, lleno de recuerdos, llanto y dolor, como tantos otros en el mundo. Pero es precisamente el hecho de que, en su mayoría, las tumbas pertenezcan a infantes, lo que convierte a este lugar en un terreno depresivo y particularmente sombrío.
Debajo de acéfalas estatuas de mármol, pasando a través de la húmeda y fértil tierra, yacen los restos de cientos, miles de infantes, cuyo futuro se vio segado por la punzante guadaña de la inmisericorde muerte, es esta necrópolis de los niños, un recuerdo constante que nos hace poner los pies en el suelo y darnos cuenta de que nadie tiene la vida asegurada, somos todos polvo, una lagrima en el mar.
Pero pareciera que para los pequeños que han sido sepultados en este lugar en particular, la muerte no hubiera podido desprender del todo su existencia en nuestro errático, y cada vez más vil, mundo terrenal. Personas que habitan las cercanías, aseguran que pasada la medianoche, es común escuchar las risas de estos desdichados niños que prefirieron seguir vagando entre los vivos.
El lugar está decorado por cantidades incontables de juguetes, mismos que afirman, al pasar la noche, parecieran cobrar vida propia cuando los espíritus de los niños salen de sus tumbas y van de aquí a allá jugando bromas a los vivos. Existen testimonios de conductores que afirman haber visto pequeñas siluetas y sombras atravesarse en su camino, sin embargo, al descender del vehículo, nada encuentran donde suponían habría alguna fatalidad. Solo las risas de aquellos niños de ultratumba hacen volver en si a los ya perplejos automovilistas, quienes al escuchar las siniestras carcajadas, vuelven a sus autos e intentan dejar lo antes posible el lugar.
Fue esto lo que habría ocurrido quizás al joven Alfredo, cuando allá por los años 70, decidió ir solo a comprobar lo que del lugar se decía. El oriundo de Chihuahua capital, llegó aquella mañana de octubre a casa de sus tíos, donde pasaría unos días en lo que arreglaba sus documentos para cruzar a los Estados Unidos.
Llegada la medianoche, con sorpresa notó como sus tíos cerraban cuidadosamente todas las puertas y ventanas que quedaban en dirección al cementerio, mientras en susurros recitaban un tembloroso Padre Nuestro.
Sorprendido ante lo presenciado, Alfredo cuestionó a sus familiares sobre qué significaba toda aquella “faramalla”, a lo cual estos narraron sobre las misteriosas sombras y risas de niños que los juarenses aseguraban ver en los alrededores del camposanto.
Aquel joven incrédulo solo rio de lo que había escuchado y no prestó la más mínima atención a las advertencias que sus parientes le habían hecho sobre aproximarse al cementerio, pues pasada la medianoche, pese al lluvioso clima, Alfredo abordó su coche para llegar hasta las puertas de la necrópolis y verificar por si mismo todo lo que en torno al siniestro lugar había escuchado.
Alfredo se subió a su auto y condujo apenas unas cuantas calles para llegar al susodicho lugar. Pero a pocos metros de cruzar frente a las puertas del cementerio, el motor del auto repentinamente se apagó, por lo que tuvo que descender del vehículo para echar un vistazo y tratar de reparar aquello que hacía que el coche no pudiera encender de nuevo.
Tras un leve vistazo, Alfredo notó que uno de los cables de la batería del auto estaba inexplicablemente suelto, por lo que luego de colocarlo en su lugar, ingresó de nuevo al coche en medio de la lluvia e intentó arrancar de nuevo; el auto encendió esta vez, pero apenas comenzó de nuevo su marcha, vio cómo delante del vehículo se atravesó corriendo una pequeña niña con una muñeca en la mano.
El joven frenó de inmediato y de nuevo tuvo que descender del carro para verificar que todo estuviera bien con la pequeña… pero por más que intentó dar con ella, no fue capaz de localizar a la infante. Fue entonces cuando, mirando al suelo, la luz de su linterna reveló unos pequeños pies descalzos impresos sobre el lodo del camino de tierra, pero desaparecían sin dejar rastro a pocos metros hacia el cementerio. Inmediatamente, un paralizante frío recorrió su espina cuando de entre los muros de la necrópolis, escuchó emanar un centenar de risas de niños.
Horrorizado por lo que escuchaba, subió de prisa a su automóvil y pisó el acelerador a fondo, los muros de la oscura necrópolis a su izquierda parecían borrosos a causa de la lluvia y el efecto de movimiento por la increíble velocidad del auto. De pronto, una vez más, salida de la nada, esa niña apareció frente al coche, lo que hizo que Alfredo girara en seco el volante para evitar golpear a la pequeña.
En cuestión de minutos, agentes de la policía municipal y personal del Servicio Médico Forense arribaron hasta el lugar del accidente. Alfredo había salido disparado por el parabrisas del coche y su cuerpo quedó tendido sobre el asfalto a varios metros del punto de impacto. Lo que más sorprendió a las autoridades, fueron las marcas de pisadas de niños descalzos alrededor del cadáver y las huellas de manos plasmadas en el parabrisas roto.
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Con información de Adrián Berrios