Corría la década del 2000 cuando Santiago y su socio, Felipe, se dedicaban a atender un puesto de hotdogs que ocasionalmente ubicaban a las afueras de cierta funeraria en las calles Tecnológico y Juan Escutia, en la ciudad de Chihuahua. La colocación de este negocio en el lugar era meramente estratégica y Santiago se valía de su amistad con el dueño de la funeraria para acudir sólo cuando era conveniente hacerlo, mientras el resto de los días preferían buscar un lugar normalmente más concurrido.
La noche en que ocurrieron estos hechos, cuenta Santiago, fue uno de esos días en los que la funeraria estaba llena, por lo que su amigo, como normalmente hacía en dichas situaciones, se comunicó con el para avisarle de que era un buen día para acomodar su puesto.
Desde temprana hora, Santiago y Felipe acomodaron las cosas en su lugar y una vez reunido todo lo necesario, se dirigieron hasta la ya señalada dirección para abrir su negocio. Tal y como lo habían predicho, al lugar pronto comenzaron a llegar comensales que salían desde la funeraria para comprar algo de comida para soportar la velada.
Niños, adultos mayores, jovencitos, hombres y mujeres hicieron fila pronto a la espera para comprar un perro caliente, situación que comenzó a calmarse a partir de las ocho de la noche para finalmente desalojar alrededor de las 21:30 horas. Ante la falta de clientes, y a pocos minutos de que se diera la hora del cierre de la funeraria, Santiago y su socio se dispusieron a cerrar el negocio, sin embargo, justo cuando tomaron la iniciativa, un hombre salió de la funeraria y se aproximó al puesto para ordenar dos hot-dogs.
Ambos socios se pusieron a trabajar y sirvieron la comida al sujeto, quien luego de terminar sus alimentos, se disculpó con ellos y les indicó que en unos minutos más llegarían sus hijos y su esposa y que sería ella quien pagaría el total. Luego de limpiarse los labios con una servilleta, el sujeto agradeció a los vendedores y les felicitó por la comida, mostrándose satisfecho y retirándose del lugar con una sonrisa, aunque con la mirada lejana.
Un par de minutos más tarde, del lugar salieron una mujer y dos niños de entre seis y cuatro años, tal como lo había dicho el hombre. La dama y los pequeños se sentaron en una de las mesas del puesto y pidieron su comida, sin embargo, una desagradable sorpresa se llevaron todos en el lugar esa noche cuando Santiago cobró la comida, pues la mujer, al notar que se le estaba sumando un cargo extra, reclamó al vendedor, quien de inmediato procedió a explicar lo ocurrido.
Atónita, la mujer comenzó a perder los estribos y reclamó a vendedor con lágrimas en los ojos, pues aseguró que su esposo estaba siendo velado esa noche en la funeraria, por lo que seguramente se trataba de un malentendido. Tras escuchar esto, Santiago se dirigió hasta la funeraria a tratar de localizar al individuo, y luego de dar algunas vueltas entre la gente y echar vistazos largos para tratar de dar con él, finalmente pudo localizarlo.
El hombre que minutos antes había llegado al puesto de comida estaba dentro del ataúd y, a su alrededor, decenas de personas rezando. A la fecha, Santiago afirma que lo que ocurrió es real, y desde ese día dejaron de vender frente a esa funeraria por miedo a que algo similar vuelva a ocurrir.
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Con información de Adrián Berrios