Yo engaño, tú engañas, él engaña, nosotros simulamos, vosotros aparentáis, ellos ocultan. Mempo Giardinelli
El costo que estamos pagando por la hiperconectividad de la tecnología digital nos está llevando a sacrificar algunos satisfactores que nuestro organismo disfruta.
José Luis Orihuela[1] hace un recuento de lo que hemos perdido o estamos a punto de transformarlo: la mirada, la distancia, el tiempo, el silencio, la soledad, el pensamiento, el conocimiento, la conversación, la autoestima y el futuro.
Lo sustenta en el hecho de que los celulares han secuestrado nuestra mirada, porque “la pantalla del teléfono inteligente atrapa nuestra vista y concentra nuestra atención, alejándola del mundo que nos rodea y de las demás personas”. Dice que “miramos a través del celular fotografiando una realidad que no hemos aprendido a observar y nos miramos a nosotros mismos usando al móvil como espejo para una selfie interminable”.
[1] Giardinelli, Mempo, (2014) Qué solos se quedan los muertos, Ed. Planeta Mexicana, México
[2] Orihuela, José Luis, 2018, El alto precio que pagamos por vivir siempre conectados, 27 de enero de 2018.
Sobre la distancia, afirma que “las redes sociales nos han puesto a un clic de distancia de todo el mundo y eso, por lo general, es demasiado cerca como para poder mantener un poco de intimidad. Sin distancia no hay respeto, no hay misterio, no hay espacio personal. Toda la vida compartida en las redes sociales pasa a ser territorio sin barrera para mirones y vigilantes”.
“Los celulares han acabado con los tiempos muertos, con el tiempo lento y con las horas juntas”, dice Orihuela. “Las esperas y las pausas se han convertido en tiempos de conexión y se han perdido como tiempos para contemplar, para pensar o parar crear”.
Quizás la noción del tiempo, en la etapa de espera, ha cambiado. Es normal que en las salas de espera o en recepciones, consultorios o despachos, las personas ya no se desesperan tanto, valoran menos su tiempo, y a cambio se entretienen con un celular, con la mirada fija en la pantalla, sin parpadear ni reclamar la atención rápida o a la hora convenida.
Otro elemento es el silencio, según José Luis Orihuela. Dice que “la conectividad permanente funciona como una conspiración contra el silencio. Siempre hay música, notificaciones, alertas, llamados, videos o mensajes de voz, dispuestos a liquidar cualquier atisbo de silencio que quedara a lo largo del día. Ya hay mucha gente que no concibe trabajar, correr o pasear sin estar escuchando música o podcasts. Los omnipresentes auriculares blanco son la bandera de la hiperconectividad”.
En cuanto a la soledad, afirma que hemos convertido a los teléfonos celulares en una forma de anestesia para la soledad. “Tener –dice- a todos nuestros amigos a un clic de distancia es una tentación demasiado grande como para renunciar a ella. Las redes sociales explotan nuestro miedo ancestral a la soledad y nos vuelven cada vez más incapaces de estar solos”.
El impacto de las redes sociales sobre el ejercicio del pensamiento ha dado preferencia a la velocidad en lugar de la profundidad o la reflexión. Somos menos reflexivos, pero más rápidos o con una inmediatez que la tecnología digital nos da. Dice que “el uso de emoticones, la facilidad del ‘me gusta’ y las opciones de reenvío de mensajes ayudan a la viralización de contenidos caracterizados por impulsos, emociones y opiniones instantáneas”.
La exposición permanente a una línea del tiempo, dice Orihuela, que “amplifica los prejuicios del usuario y cuyos contenidos son valorados en cuanto titulares con gancho, deja cada vez un margen menor para comprender la realidad y saber dar razón de ella”.
El conocimiento ha resultado afectado al tener menos reflexión, un pensamiento rápido y único, la banalidad en las redes y la superficialidad han llegado al grado de modificar el concepto de verdad para suplirlo por lo que le llaman posverdad.
Sobre la conversación, afirma que “las redes sociales se han convertido en espacios en los que cada vez resulta más difícil articular conversaciones de calidad y los celulares acaban por convertir a cualquier conversación en una batalla por mantener la atención de nuestros interlocutores”.
Al mencionar el daño a la autoestima, Orihuela sostiene que “nos hemos vuelto adictos al reconocimiento de los demás. La hiperconectividad no sólo facilita exponer nuestra vida en tiempo real, sino que convierte a los ‘likes’ de nuestras comunidades de referencia en la nueva medida de la felicidad”.
Y por último, “frente a la totalización del presente en el imperio del tiempo real, corremos el riesgo de perder la capacidad de diseñar nuestro futuro, que es el tiempo del proyecto, la promesa y confianza y nos hemos vuelto impacientes”.
Dependencia de las redes sociales
Parte de lo atractivo de las redes sociales es el manejo de la información personal. El acceso a internet 2.0 representó el libre flujo o circulación por las famosas pistas de la información.
Si hiciéramos un recorrido por las diferentes etapas de internet, podemos recurrir al libro de Steve Case[2], quien fue el fundador de América Online (AOL) y ubica la primera ola de 1985 a 1999, desde la creación de internet y cuando fue la cimentación del mundo digital. Luego, la segunda ola la ubica del 2000 al 2015, cuando surge el sector de las aplicaciones y la revolución móvil o los celulares, y es cuando las empresas dedicadas a la investigación, las redes sociales y el comercio digital se ponen a la cabeza de internet. Y la tercera ola inició en 2016, que llama internet de todas las cosas, donde la conectividad permitirá a los emprendedores transformar los principales sectores del mundo real.
Hemos arribado al siglo XXI con la tecnología digital, que al final de cuentas, según los futurólogos, será la plataforma que incluirá todas las cosas.
Las redes sociales han funcionado como socializadoras para hacer más amigable la nueva forma de entender y vivir el mundo.
Sin embargo, la alerta es necesaria para mantener una actitud de cautela. Las redes sociales, en esta ola que se vive, han ido ingiriendo datos, características, temas personales e íntimos de muchos que acceden a esas redes.
Es como una “fast food” digital, según Romañach[3], que advierte que hay que levantar la vista de la pantalla y recuperar el control de nuestras vidas. Y lo expresa de la siguiente manera:
“La información personal es la gran materia prima del siglo XXI y el objeto de deseo de los propietarios de las redes sociales. Fotografías, videos, sentimientos, pensamientos, dudas, inquietudes, temores… en suma, las ideas íntimas y teóricamente intransferibles de nuestros niños y jóvenes navegan sin rumbo por la red, el mundo virtual donde la privacidad no cotiza al alza. Todo es público e inmediato. Para la gran mayoría de jóvenes y una gran cantidad de adultos, muchísimos más de los que uno podría intuir a primera vista, la red es el espacio eternamente adolescente donde habita la gran fiesta colectiva de la frivolidad y brotan sin control los mensajes banales”.
La tecnología digital no es perjudicial. El problema es el abuso o exceso, es el consumo inmoderado o sin control lo que provoca ya serios problemas de dependencia.
Si una de las principales adicciones que el ser humano enfrenta es la dependencia de otro ser humano, entonces estamos frente a una adicción más absurda: depender de una máquina o de un artefacto.
Y cada día somos más digitaladictos.
[3] Romañach, Jordi, (2013) Dieta digital, Plataforma Editorial, Barcelona, España.