El callado clamor del miedo se disfraza: niñas y niños jugando en la plaza hasta las 9 o 10 de la noche, cientos de personas entran y salen de la iglesia en donde velaron los cuerpos de los sacerdotes durante toda la madrugada y el pueblo rarámuri les llora a su modo: bailando pascola y matachín interminable.
Bailaron toda la noche al interior de la Iglesia, donde las vidas de los sacerdotes Joaquín y Javier, así como del guía de turistas, Pedro Palma, fueron arrebatadas a balazos por el líder criminal de la zona.
"Éste lugar fue contaminado, se faltó al respeto al templo, a Dios y a la vida de nuestros hermanos", comentó Mateo Murillo, el Gobernador Indígena de la comunidad rarámuri de Cerocahui; "por eso vamos a bailar, para purificarlo y para consagrarlo de nuevo, para ahuyentar el mal que entró con la muerte", dijo la autoridad Indígena, antes de comenzar la ceremonia sagrada.
El grupo de baile llegó desde Guapalaine, a dos horas de distancia Cerocagui; la tristeza se nota en la mirada de todos, pues los sacerdotes no solo bautizaron a la mayoría durante los últimos 50 años, sino que además, siempre ofrecieron apoyo y fortaleza a las familias cua do atravesaron por algún momento difícil.
Todas las comunidades y ranchitos de los alrededores llegaron para bailar, organizados por las autoridades indígenas, mientras algunas mujeres les sirven vasos de café negro y dulce con galletas Populares.
Los féretros cubiertos de flores y rodeados de velas están frente al altar donde decenas de mujeres penan en silencio y sin lágrimas, aunque la pesadumbre se nota sobre sus hombros como si fuera el mundo entero; un anciano con huaraches de suela de llanta y cinto piteado llora abiertamente con su mano derecha sobre un féretro primero y el otro después; con su mano izquierda limpia sus lágrimas con un pañuelo y se persigna ante la cruz, para continuar con su camino.
Desde temprano los hombres del pueblo se turnaron el pico y la pala para cavar las fosas que recibirán los cuerpos de los amados religiosos, sacan botes de lodo que colocan sobre un hule negro para no maltratar el pasto de la parroqui: Joaquín Mora y Javier Campos volverán a la tierra que los vio trabajar y amar a su pueblo durante más de 50 años.
"Nunca les faltó la despensa, la tela o el apoyo cuando iban a los ranchitos a visitar a las familias más pobres", comenta una anciana rarámuri; todos guardan en la memoria y el corazón las enseñanzas de los jesuitas, la palabra del Evangelio que les impartió y el amor por cristo que cultivó en sus corazones.
La gente vive de los minerales de la mina, aunque muchos deben de esconderse para poder vender el oro que venden o tienen sus milpas que prosperan con las cuantiosas lluvias que bañan la región.
Un globo blanco truena estrepitosamente arrancando el calosfrío y el sobresalto de varias mujeres rarámuri, que toman refresco después de bailar matachín y entre risitas reconocen el temor de escuchar balazos, pues aunque hace ya 15 años que viven inmersos en una situación de violencia e inseguridad, el temor a los malos y a la muerte pervive.
Las historias corren como ecos que suben desde la barranca, en cada habitante hay un testigo de las barbaridades que se viven a diario y las familias viven en la pobreza; incomunicados, se ven obligados a comprar fichas de 20 pesos para rentar internet por un par de horas y poder enviar mensajes a sus familiares: la señal de telefonía es vaga, si no es que inexistente. Antes sí había señal, confirman los habitantes, pero los malos tumbaron las antenas y ahora el silencio solo se ve interrumpido por el sonido de las balas o la música de los matachines.
El shock emocional y el temor mantiene en silencio a la gente, "¿qué nos espera a nosotros, si a los padres que eran conocidos por todos, les hicieron eso?". En voz baja comentan, el padre Gallo lo bautizó "a él" de quien su nombre o su apodo siquiera se menciona, refiriéndose a El Chueco, líder criminal de la región.
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En la indefensión y la vulnerabilidad, la estancia de las patrullas de la Policía Estatal, de la Guardia Nacional, es pasajera y en cambio los malos permanecen: escondidos en casas de sus familiares o en la montaña, corren rumores de la exiatencia de túneles o cuevas que funcionan como bunkers de lujo para los criminales: para ellos este es solo un momento en el no podrán salir a las calles, pero después volverán a desplegar su poderío.
Los malos son el producto de décadas de violencia: los niños que antes jugaran al beisbol y a quienes los mismos padres Joaquín y Gallo bautizaron y les tomaron su comunión, ahora son quienes atemorizan a la población, coptados por los grupos criminales y entrenados para matar y sembrar el temor desde los 10 u 11 años.
La mina y la madera se explotan bajo sus condiciones, la horas que son seguras para salir o andar en los pueblos y los ranchitos son determinadas por ellos mismos; aún así, encuentran la forma de generar fascinación en las niñas y niños, que crecieron en este ambiente y no conocen otra cosa que su gobierno.
"A mí me amenazó para que no volviera, porque dice que andaba hablando mal de él; no es grosero ni te insulta, pero te reclama si hablas mal de él. Pues no volví, porque tuve miedo", cuenta un hombre en la plaza. "A mí me agarró borracho: hasta me temblaron las piernas", le interpela otro.
Hoy las tienditas y hoteles que rodean la Plaza principal del pueblo prosperan por la presencia de las fuerzas policiacas y castrenses, así como por los visitantes que acuden al funeral de los religiosos, después: ¿Quién sabe?