El río de Allende, a la altura de la cortina, yace secó como si la vida misma lo hubiera abandonado. Santiago Mora, un hombre de campo que ha visto más de lo que quisiera, observa con ojos opacos el lecho vacío que alguna vez fue el hogar del agua. “Ya tiene cuatro meses seco”, dice, con una voz que suena tan árida como la tierra agrietada bajo sus pies. La presa no alcanzó a llenarse este año, las lluvias no llegaron, y el líquido que alguna vez daba vida a todo a su alrededor ha desaparecido. La sequía es un fantasma silencioso que ronda las tierras, dejando rastros de una muerte lenta.
El paisaje que antes llenaba de vida con el sonido de las corrientes, de los niños jugando, de las familias reunidas en la orilla del río, ahora es un páramo desolado. Las conchitas, pequeñas huellas de la vida que alguna vez habitó este lugar, yacen dispersas en la tierra cuarteada, como restos de un pasado que ya no volverá.
Santiago mira con tristeza las grietas, que parecen abrirse más cada día, como si el suelo mismo se resistiera a aceptar la ausencia de su compañera, el agua. “Toda la vida hubo agua en este río”, repite, incrédulo, como si al decirlo pudiera invocar de nuevo el caudal que una vez fluyó sin cesar.
Pero las palabras de Santiago no tienen el poder de cambiar la realidad, y lo que una vez fue un espacio de convivencia y alegría se ha convertido en un terreno baldío, una herida abierta en el paisaje de Allende. Los árboles permanecen de pie, como testigos silenciosos del desastre, y entre ellos, un desierto de piedras, ramas secas y conchitas. El río, que alguna vez fue el corazón de la vida local, es ahora un cuerpo sin alma, su lecho un recordatorio constante de lo que se ha perdido.
Los habitantes de Allende no solo han perdido un lugar de esparcimiento, han perdido un símbolo de esperanza. Para los agricultores y ganaderos, el río era más que un paisaje hermoso; era una promesa de vida, un recurso esencial para sus tierras y animales. Sin él, la sequía ha comenzado a asfixiar lentamente sus esperanzas, y con cada día que pasa, los agrietamientos en la tierra parecen reflejar el estado de sus corazones, cada vez más desilusionados, cada vez más rotos.
➡️ Únete al canal de WhatsApp de El Heraldo de Chihuahua
Santiago recuerda las tardes de antaño, cuando el río traía consigo un sentido de comunidad. “La gente venía a disfrutar, a pasar el rato con la familia, a charlar con los amigos”, dice con una nostalgia que parece arraigada en lo profundo de su ser. Pero ahora, la gente pasa de largo, ya no hay nada que los atraiga a este lugar que una vez fue un oasis. El silencio se ha apoderado del río, un silencio que grita la ausencia de vida y alegría.
La desolación es palpable, Santiago escucha el crujir de las piedras bajo sus botas. Las grietas en el suelo son profundas, tan profundas como la incertidumbre que ahora invade los días de quienes dependen de este río. Cada paso que da es un recordatorio de la fragilidad de la vida en estas tierras, donde la falta de agua no solo ha cambiado el paisaje, sino también el espíritu de su gente.
En su mente, Santiago busca consuelo en el ciclo natural de las cosas. “Quizá el agua vuelva”, se dice a sí mismo, aunque su voz suena menos convencida que antes. Las lluvias vendrán, algún día, pero nadie sabe cuándo. Mientras tanto, la gente de Allende espera, con una mezcla de resignación y esperanza, mirando al cielo como si pudiera ofrecerles las respuestas que la tierra seca les niega.
Y así, el río sigue seco, su lecho un campo de ruinas donde la vida antes prosperaba. La sequía ha transformado más que el paisaje; ha transformado las almas de quienes lo habitan. En medio de ese terreno vacío, Santiago, como muchos otros, espera el milagro de la lluvia, sabiendo que solo el agua puede devolver la vida a lo que ahora parece irremediablemente muerto.